La mirada pacifista (mi columna en No Apto)

Siguiendo este enlace pueden leer “La mirada pacifista”, mi columna de hoy en No Apto sobre estar dispuestos al dolor, sorprendiéndonos siempre ante la barbarie,que no puede normalizarse. Sobre rechazar cualquier guerra porque ninguna es para la paz. Y sobre seguirle apostando a lo bueno del mundo.

El próximo amanecer (mi columna en No Apto)

https://noapto.co/el-proximo-amanecer/

Siguiendo el enlace anterior pueden leer mi columna en No Apto sobre cómo a veces la sociedad nos resulta extranjera, nos exige lo que no somos, surgen miedos, pesimismo, y entonces debemos desafiarlos, crear un camino parecido a nosotros para poetizar la vida, que no es más que hoy.

Entender para amar (mi columna en No Apto)

Hoy se cumple un año de la guerra en Ucrania, casi tres semanas del terremoto en Turquía y Siria, y escribo en No Apto sobre acercarse a esa oscuridad profunda de esta humanidad extraña para identificar luces que nos ayuden a entenderla, y así amarla.

Espejos

El sol arde sobre la represa de Guatapé. Distorsionamos el espejo que forma el agua al entrar en una bahía recluida, preciosa, en la que reinaba el silencio. Descubrimos una pequeña barca de pescadores cerca de una orilla. ¡Maldita sea!, han de pensar, porque al romper el espejo seguro también espantamos los peces, que esa tarde están escasos.

Avanzamos lo más suavemente posible y, a pesar del malestar que podemos causar, levantamos la mano para saludarlos. Responden con el mismo gesto, sin mucho entusiasmo. Nos detenemos en otra orilla y el espejo se va recomponiendo. Vuelve la calma absoluta, aunque al parecer no los peces. La barca recorre su orilla despacio y cada vez está más cerca. Les preguntamos cómo va la pesca y dicen que mal, no ha picado nada y ya va más de la mitad del día. Les ofrecemos un paquete de maíz tostado y se acercan para recibirlo, agradecidos, se ha borrado un poco la distancia.

– Hay días muy malos y cada vez hay menos pescado. Las redes acaban con todo. Y el clima también ha cambiado mucho. Antes el sol no era así. Todos esos cultivos lo han hecho cambiar… —nos cuentan, serios.

Uno es joven, el otro tendrá entre cincuenta y sesenta años, aunque en el campo uno nunca sabe. El joven se come un maíz tras otro y yo me alegro de habérselos dado, porque al principio dudé de que les gustara, pero era lo que teníamos.

– Nunca lo había probado —nos dice. Y sigue comiendo sin parar.

Conversamos sobre lo bonita que es la represa y les preguntamos de dónde son. Nos cuentan que van en moto desde San Vicente y le alquilan esa barquita a una señora. Así que hoy, que no han pescado, van perdiendo el transporte y el alquiler. Y siguen ahí, al sol.

– ¿Y entonces ustedes le regalan pescado a la señora?

– Qué va, la señora es de las que pesca con red. Antes ella nos debería dar, pero no nos da —y vuelven al silencio, todavía serios.

Solo tenemos dos cervezas frías, pero no se me ocurre un mejor destino en el universo que esos pescadores que se van rindiendo en esa jornada ardiente.

– ¿Les gusta la cerveza?

Se dibuja por primera vez una sonrisa. La reciben y la destapan en segundos. Les pedimos que por favor se lleven con ellos las latas y el paquete, para no ensuciar la represa.

– Pues claro, son los turistas los que tiran toda la basura. Y los ricos los que llegan y cortan todos los árboles para construir. Si esto no fuera reserva, estaría arrasado —aseguran, dándole un trago a la cerveza y un respiro a la pesca durante algunos minutos.

– Nosotros queremos y cuidamos mucho la naturaleza. Nos duele cuando la maltratan… —les decimos.

Los vemos cambiar, mirarnos con otros ojos.

– Si todo el mundo fuera como ustedes, sería una belleza —afirma el joven, que era el más serio.

– Hay que cuidar este paraíso. Es que ustedes trabajan en un paraíso…

– Sí, es muy bonito y el campo es muy bueno, pero también es más duro. En la ciudad uno gana más. En el campo gana lo justo para comer y a veces no le queda ni para el fresco…

Yo me retuerzo pensando en cuánto nos demoramos en sacar esas cervezas. Pero me alegra ver las caras más relajadas, ya no sentirnos como un estorbo, sino como cuatro personas conversando sobre la vida.

– Antes uno veía nadar el ganado, era bonito. Yo hace mucho no lo veo ya nadar. ¿Usted ha visto nadar el ganado? —le pregunta el joven al otro.

– Sí, claro, antes lo veía cruzar nadando de una orilla a otra, todos en filita —responde.

– Qué bonito sería verlo —les decimos.

Terminan la cerveza y hay un silencio prolongado, hasta que recogen y prenden el motor.

– Hasta luego, mi Dios les pague —dicen.

Nos despedimos y salimos despacio de la bahía. Les voleo la mano y el más viejo, como un niño, me responde igual. Es el espejo de la vida. Y me hace sonreír.

Ventanas en la distancia

Un pájaro carpintero acaba de construir su casa en un árbol frente a nuestro balcón: un huequito redondo casi perfecto por el que se asoma y mira hacia los lados, analizando su próxima movida –o contemplando el paisaje, qué vamos a saber.

Verlo asomado esta mañana, martillando adentro y luego sacando la cabeza para deshacerse de la basura, es decir, dándole los últimos toques a su nueva casa, vecina mía, fue un descubrimiento esperanzador: supe de inmediato que sería fuente de alegría para cada uno de mis días, que estaría atenta a sus movimientos para contemplar su belleza, imaginarlo dentro y deleitarme entendiendo su comportamiento.

“Si el hombre no pudiera soñar estaría loco”, dice Paul Auster en La invención de la soledad, y yo sé que visitar diariamente al carpintero me hará soñar con una frecuencia extraordinaria.

Primero lo observé a simple vista, vi su copete rojo y cómo salía disparada la madera desmenuzada cuando agitaba la cabeza con ella en el pico para botarla. Después, con los binóculos, pude ver mejor su cuerpo mostaza y me di cuenta de que el hueco era preciso para su tamaño (antes, de lejos y sin ayuda visual, el cuerpo se me confundía con el árbol y parecía que le sobrara espacio al asomarse).

Pensé entonces en cómo distorsiona a veces la distancia, pero también en cómo, tantas otras, hay imágenes que, aunque solo podamos ver desde lejos, se convierten en la única posibilidad de dibujar algún hecho para conocerlo mínimamente o para evocarlo de forma borrosa.

La semana pasada mi mamá encontró una foto en la que su padre me cargaba cuando yo tenía unos dos años. Mi abuelo tiene puesto un gorrito que era típico en él y sonríe, sus manos casi alcanzan a rodear por completo mi barriga, sosteniéndome con delicadeza, y yo tengo mis manitos puestas en un tubo metálico, pero se nota que no me agarro con fuerza, y mi sonrisa muestra la tranquilidad y la confianza que siento mientras estoy entre las manos de mi abuelito, con quien compartiría, en vida, solo tres años más.

“Con el amanecer desaparece la lluvia, y también la revelación”, dice Sara Mesa en Un amor.

Agradezco esa foto, esa imagen que me permite contemplar mi niñez a su lado después de lo que se siente como infinitos amaneceres en su ausencia. Qué se iba a imaginar él cuando me cargaba y sonreía frente a la cámara que yo descubriría el resultado de ese momento treinta y cuatro años más tarde y volvería a mirarlo casi todos los días para pensar en él y evocar lo que nos producían esa sonrisa y esa delicadeza a los dos.

“Su abuelo le contó que había comenzado a recordar su vida (…) La memoria era lo único que lo mantenía vivo, y daba la impresión de que intentaba resistirse a la muerte durante el mayor tiempo posible solo para poder seguir recordando”, dice también Paul Auster en La invención de la soledad.

Yo sigo recordando, mucho más borroso, pero esta imagen, así sea en la distancia, define en cierta medida esas siluetas. Como el pájaro carpintero que ahora mismo oigo martillando, puliendo esa casa que lo protege a él y me nutre a mí, y cuyo sonido hace que, sin levantarme de la silla, en mi mente se dibujen sus movimientos, su copete rojo, pero también su cuerpo mostaza y su pecho crema salpicado que en un momento anterior logré ver de cerca, la forma en la que, a veces, me mira de frente desde su ventana, como tal vez me contemple también mi abuelo, más de treinta años después, desde la suya.

Poseer el alma

“Es trágico que tan pocas personas posean su alma antes de morir”, dice Louise en la película I’m thinking of ending things (Netflix). ¿Cómo logra poseer uno su alma? Hay tantas imposiciones, tantos desvíos, tantas capas. Casi con certeza, cada ser humano se rompe varias veces a lo largo de su vida, y cuando es una ruptura profunda, probablemente la forma del alma cambie al pegar los pedazos. El alma es flexible, diría yo, y aunque conserva su esencia, se sorprende a sí misma con su propia evolución.

Uno se acostumbra a los grandes desenlaces. Piensa que, si se ha roto fuerte, si se ha tocado fondo, solo un final enorme, como los fuegos artificiales que colorean el cielo para cerrar un año y recibir el nuevo, puede representar la conclusión, indicar el principio del cambio deseado. Pero es liberador entender que a veces el final es simplemente la transición, eso que ha ido pasando de a pocos, el día a día del año, los huequitos que se han ido llenando y que, gradualmente, van permitiendo que uno toque las nuevas formas del alma.

Como la pequeña pulpo en el documental ‘Mi maestro el pulpo’ del que hablé en otro texto, que tras perder un tentáculo por el mordisco de un tiburón, pasa un periodo que se siente demasiado largo y que hace pensar en un final, débil, quieta, con los ojos entrecerrados y escondida, hasta que empieza a nacerle un nuevo tentáculo, que no aparece ya grande y perfecto de un día para otro, sino que se va formando, distinto, a lo largo del tiempo que necesita.

Hace poco recordaba Laura Ferrero una obra de teatro de August Strindberg, ‘El sueño’, en la que después de toda una vida de desear una caja verde sin poder conseguirla, justo antes de su muerte, el hombre cansado la había recibido y había pensado con decepción y tristeza que no era ese el verde que tanto había esperado. Decía Laura que no puede uno equivocarse de sueños. Y yo añadiría tal vez que a veces los sueños sorprenden porque evolucionan en silencio y regresan en formas que uno juzga equivocadas, equiparables al fracaso, pero tantas veces se trata de la vida dando pistas, diciéndole a uno esto era y tú no lo sabías.

Y entonces uno pega un pedazo nuevo y descubre una figura que no existía, y comprueba lo bien que se siente porque es como usar un músculo que no se había entrenado y sentir satisfacción en el dolor al día siguiente. “Dreaming is the main function of the mind” (soñar es la principal función de la mente), dice esa canción preciosa que es ‘The four agreements’. Se sueña permanentemente, dormido y despierto, se vive soñando. Soñar es no dejar de utilizar la vida, de romperse y volver a pegar pedazos adivinando formas ojalá más cercanas al propio origen, que es tal vez el mayor sueño de cada uno: deshacer todas esas capas que se han formado con las imposiciones y los desvíos y los miedos, intentar reafirmar si lo que se quiere sí es esa caja verde.

“Me asaltan ideas todo el tiempo, pero solo me quedo con las que me atormentan”, le reveló hace unos días el escritor Ted Chiang al diario El País en una entrevista. Tal vez en su evolución, rompiéndose, el alma vaya aprendiendo sobre lo que la atormenta y sobre lo que la hace soñar, para abrazar las dos cosas. “Supongo que es un alivio ver que alguien sigue soñando”, dice también Chiang en la entrevista.

A veces un rompimiento aterrador no se resuelve festivamente, con el final feliz más predecible, con la luz que dibuja perfectamente el final del túnel, sino con pasos definitivos hacia la libertad, para la que no hay una puerta sino un camino que se dibuja de a pocos, en sueños, y en donde se está más cerca de poseer el alma, que es quizá la forma más humana de felicidad.


Los días que eran la vida

Hace unos días encontré un hilo de telaraña que subía recto desde el pasamanos del balcón hasta el techo, un techo alto, así que era un hilo largo aunque prácticamente invisible. Mi esposo, que es ingeniero, me mostró asombrado el único otro hilo que componía la estructura: era una diagonal en la parte baja que conectaba el hilo principal con el pasamanos. Un tensor, me explicó. “Es lo que se necesita para darle estabilidad a la estructura frente al viento, como las tiras que ves en los postes”. Y la araña lo sabe. Alucinante.

La naturaleza lo ha sabido todo antes que nosotros y de forma natural. Por eso hay tanto que aprenderle. Porque lo hace mejor y no se destruye a sí misma en el intento. Y por eso cuando quito una telaraña siento una especie de remordimiento y, de cierta manera, le pido perdón a la araña por destruir su casa y terminar en segundos con todo su trabajo. Es solo que no puedo dejar que mi casa se llene de telarañas… Siempre las prioridades humanas.

Al menos la araña, que sepamos, no concibe racionalmente la destrucción de su casa y la necesidad de volver a empezar de ceros, y cuenta naturalmente con el material y la capacidad para reiniciar la construcción. No así las personas a quienes las inundaciones, los desprendimientos de tierra, las bombas, la violencia o la incapacidad de pago dejan sin hogar, sin ese pequeño espacio relativamente seguro, de un día para otro. No así los refugiados, que son, según una explicación que leí de una madre a su hija, personas que esperan. Esperan todo, incluido que les devuelvan su dignidad.

En Beirut, a la mañana siguiente de la tragedia de la explosión de más de dos mil setecientas toneladas de nitrato de amonio esta semana en el puerto, que dejó cerca de doscientos muertos, miles de heridos y trescientas mil personas desplazadas de sus hogares, una mujer de pelo blanco y tapabocas tocaba el piano en medio de la destrucción de su apartamento, entre escombros, polvo, cortinas y marcos de ventanas destrozadas –solo las fotografías familiares, los libros y las plantas permanecían en pie–, y con el ruido de la recolección de vidrios como fondo de su melodía. Verla tocar fue para mí un símbolo desolador de la vida y la nostalgia humanas, y de ese algo que, a pesar del dolor profundo, a pesar de lo inconcebible, dicta internamente que hay que continuar.

Siempre me ha obsesionado entender la obstinación y la insistencia del ser humano en vivir, en sobrevivir aun en las peores condiciones, cuando no hay prácticamente ninguna señal de dignidad o algún asomo de felicidad. Y tantas veces se juntan las tragedias, como en el Líbano, que vive una crisis política, social y económica profunda, agravada por el coronavirus, y que ahora se encuentra con una zona de su capital devastada, como si hubiera regresado la guerra que tanto ha padecido, y debe recibir miles de heridos en hospitales saturados y algunos afectados por la explosión, así como sumar personas a la lista de gente sin hogar, en un país que ha acogido además a millón y medio de refugiados sirios y a casi medio millón de palestinos.

Hace poco, en la serie Peaky Blinders (Netflix), me dejó pensando una escena en la que el protagonista visitaba en un calabozo a un amigo con quien había estado en el ejército en la Primera Guerra Mundial. Lo encontraba, aún joven, envuelto en una camisa de fuerza, recostado en un muro de piedra y con el aspecto de quien ha perdido la cordura. Le ofrecía una cápsula con la que podría poner fin rápidamente a aquella tortura y su antiguo amigo la rechazaba. Confundido, el protagonista le preguntaba por qué quería seguir viviendo: “Because one day it might all change”, le respondía su amigo encerrado. Porque un día todo puede cambiar.

A mí Beirut –y Siria y Yemen y Venezuela y un montón de cosas de la humanidad– me tiene el corazón entristecido. Al mismo tiempo, hay un montón de gente que está esperando desesperada ‘que todo vuelva a la normalidad’ para volver a vivir. Sienten que este año no ha pasado, que tantos días –tantas semanas y meses– han sido humo. Y entonces recuerdo esa frase maravillosa que leí en El silencio en la era del ruido, de Erling Kagge, “Todos esos días que iban pasando, ¡quién me iba a decir a mí que eran la vida!”.

Me han dolido profundamente estos días las personas mayores, porque sí que se les escapa un trozo fundamental de la vida que les queda, llevándose a su paso la esperanza, en una etapa en la que de por sí tambalea con facilidad. “Nadie que ame la vida puede aceptar el envejecimiento”, decía hace poco Manuel Vilas en su columna en El País.

Es verdad que amando la vida duele mucho más, sobre todo cuando lo primero que se experimenta del envejecimiento es ese de aquellos a quienes amamos, que además nos entrega la conciencia de lo que viene después: eso de que envejecer sea ir dejando de tomar las propias decisiones y esperar a ver si el trozo de vida que queda vale lo suficiente para que otros decidan defenderlo.

Justo a eso se refería esta semana el Manifiesto europeo para la rehumanización de la sociedad, oponiéndose a la sanidad selectiva (a que dejen morir a los viejos para salvar las vidas de los jóvenes  y sanos simplemente por la edad), afirmando que sin ancianos no hay futuro y apelando al valor de todas las vidas. “La tesis de que una menor esperanza de vida comporta una reducción ‘legal’ del valor de dicha vida es, desde un punto de vista jurídico, una barbaridad”, decían.

Es justo ese valor incalculable y profundo de quien ha vivido mucho el que me duele de la vejez. Que quien ha edificado una vida entera tomando decisiones difíciles que le han dado forma a lo que tiene por dentro ya no pueda hacerlo más, y se le reduzca al estado del prescindible, del que se puede silenciar.

Resulta bonito –y otra vez doloroso– que fuera una mujer cubierta de canas la que tocaba el piano en medio de la destrucción en esa casa la mañana siguiente a la tragedia de Beirut. Como la araña, volvía a empezar. Qué haría esa familia sin la fuerza de su melodía, sin su decisión de poner nuevamente los retratos familiares, las plantas y los libros en pie. Es la calma del que vive el trozo de vida que le queda sin esperar. La sabiduría del que tiene la certeza de que los días que van pasando son la vida.

(Abajo el video de la mujer en Beirut)

Ser un árbol

Últimamente pienso con frecuencia en lo bonito que sería ser un árbol. Ojalá uno frondoso y lleno de hojas de colores cambiantes que se mecieran y susurraran con la llegada del viento, y de ramas atractivas para los nidos, el canto y las extravagantes exhibiciones de conquista de los pájaros. Un árbol femenino y abierto, sería yo, acogedor de especies y formas diversas como una manera de sentirme habitada y viva, y de demostrarles a los hombres todos los días su necedad. Veo los árboles rompiendo la tierra con fuerza y trepándose a la vida, abrazando el aire y el sol y la lluvia durante años, vulnerables y dueños no conscientes de su belleza desgarradora, sin quejarse jamás por permanecer en el mismo lugar, y entonces quiero ser un árbol. Pobres árboles testigos de la demencia infinita de los hombres, de los que están a merced, observando inmóviles la barbarie, sin poder gritar ni llorar, sus raíces absorbiendo tantas veces la sangre que derraman esos hombres sobre la tierra, pudiendo hablarles sobre la naturaleza de la vida solo desde la quietud, el silencio y las ramas dispuestas siempre a recibir, a pesar del sonido alucinante de las sierras y las tierras arrasadas. Aun así, pienso que se sentiría muy bien ser un árbol. Así no haría parte de la barbarie ni me preocuparía por la locación de mis raíces, por si pertenezco acá o allá, ni por la clasificación de mis frutos por parte de los hombres. Sería el mismo árbol en cualquier lugar y a nadie le interesaría discutirlo. Hoy, desde la barbarie, soy testigo consciente del dolor inconsciente de los árboles en medio del dolor enfermizo e infinito de los hombres. Cuánto mejor y más profundo sería ser ese testigo mudo y despreocupado que es el árbol, inmerso siempre en la belleza. Aun si un día me alcanzara la sierra, me habría pasado la vida observando el viaje de las nubes y la profundidad de las estrellas. Si fuera un árbol, me bastaría con ser bajo esas estrellas y con los pájaros y el viento, y no me gastaría la vida intentado probar que soy un árbol.

Pintar para vivir

Hay niñas que piensan en muñecas de moda, otras que hacen pataleta porque no quieren comer o porque les da pereza hacer la tarea y otras que están ávidas de aprendizaje y tienen un montón de sueños que sueñan en camas calentitas. Y hay otras que utilizan toda la fuerza del corazón –y toda la valentía imaginable– para fantasear y pintar incansablemente dibujos de muchos colores, y después intentar venderlos para poder comprar un computador con el que puedan estudiar. Es doloroso escribirlo, pero hay que decir que, además, en el caso de Alisson, lo hace viviendo separada de su mamá y hermanos porque su casita, un recuadro gris, pequeño y oscuro en el barrio Altavista (Antioquia, Colombia), pero con el valor indescriptible de ser el hogar, se quemó hace unos meses. Y si no hay para el computador, mucho menos para la casa.

Son realidades que es difícil siquiera imaginar. Alisson es una niña de ocho años que está determinada a estudiar, y entonces, a pesar de los dolores del alma, de la inocencia, de una edad que no se lo exige, a pesar de la vida, se apodera de esa adultez y esa madurez de los niños vulnerables, se llena de fuerza y de la certeza de lo posible, y se sienta a pintar vidas ajenas sin desfallecer, a ver si se acerca un poco más a vivir. Recuerdo que cuando mi hermanita y yo estábamos chiquitas ella quería tener un perro y mis papás no la dejaban, entonces buscó algo que creyó que tuviera valor (un sombrero que le habían dado de regalo en una piñata), lo pintó en una hoja blanca, pintó también el perro y escribió: “vendo sombrero a $5000 para comprar perro”. Y pegó el letrero en la puerta de la casa. Cinco mil pesos, el equivalente actual a un poco más de un dólar, para cumplir su sueño de tener un perro sin el permiso o el patrocinio de los papás. Toda la vida nos hemos reído con ternura de esa historia. Es bonito vivir la niñez como niño y construir esas anécdotas para reír. Alisson, a sus ocho años, pinta para vivir.

Que se le queme a uno la casa. Y que se le queme cuando uno no tiene nada. Que llegue una pandemia y todo el mundo deba encerrarse, y uno ya no tenga casa, y deba estudiar desde donde pueda a través de un computador, y tampoco tenga computador. Y que uno, aunque sea muy chiquito, sepa que tiene que estudiar si quiere un día tener esa casa para vivir una vida medianamente normal, para poderse encerrar cuando sea necesario y para abrazar a la gente que quiere protegido de lo demás. Que la vida siga a pesar de todo eso… Se decide que hay que ver cómo se hace para tener computador y poder estudiar. Entonces se aferra uno a lo que mejor sienta que puede hacer, se le pone la esperanza del universo entero al propio súper poder, en este caso, los dibujos maravillosos y coloridos de una niña de ocho años que pinta para vivir.

No sé cuánto dinero se puede recoger a punta de vender dibujos coloreados en hojas blancas de bloc. Serán muchas sacadas de punta, muchas noches, muchos dibujos los que equivalgan a un computador en los valores establecidos por los hombres, y no creo que toda una vida de dibujarlos y colorearlos dé para una casa. Pero para lo que sí dan es para la esperanza: para seguir concentrando la fuerza en cada línea, en las paredes de casas inventadas, así sean pintadas y no protejan de la lluvia, y en cada sol y cada sonrisa a los que se les da forma con tinta, valentía,  determinación e ilusión. Sirven para seguir creyendo y para saber que, de alguna manera, uno está construyendo su hogar en este mundo. Y sirven para contar esta historia y que otros la conozcan. Para que, de pronto, si la vida puede llamarse humana, nos juntemos para recompensar esas obras de arte y, ojalá, lograr que pronto algunas de ellas estén colgadas en paredes de verdad.

*Quien quiera ayudar a Alisson y a su familia comprando dibujos o haciendo una donación en dinero o en especie, puede contactar a Sara Palacio a este teléfono (+57) 311 3571223. Podemos ayudar a cambiar la vida de una familia y mostrarle a Alisson que sus dibujos se hicieron realidad.

El recorrido de las flores

Me gusta rescatar cucarrones, mariposas y abejas en problemas (también arañas de las esquinas de las duchas, sin ir a hacerles daño, así haya que correr con ellas montadas sobre un palito hasta ponerlas –y ponerse– a salvo). Con el mayor cuidado, como si fuera la tarea más importante del mundo, desenredo pedazos de telaraña de las patas de los cucarrones y utilizo herramientas largas e inusuales para alcanzar las partes altas de las paredes y ventanas y así liberar las abejas y mariposas que, exhaustas, han quedado atrapadas allí.

Siento una forma de felicidad que no se consigue de otra manera cuando vuelan libres y se pierden en el verde de los árboles, y cuando los cucarrones retoman su rumbo, despacio, celebrando el volver a caminar sin dificultad. También me gusta recoger cardos que han caído de los árboles y acomodarlos en nuevas ramas en las que puedan volver a vivir (incluso ponerles ramitas secas entre sus hojas, que con la lluvia se descomponen y se convierten en su alimento). Uno cree que solo los ha salvado a ellos, pero ha salvado, también, un poco del alma humana, un poco de uno mismo.

Si algo me dejará el revolcón que ha vivido la humanidad –que no el mundo– con sus días de cuarentena, es la convicción de mi deseo profundo de vivir más cerca de la naturaleza y más despacio, necesitando mucho menos, disfrutando más cada instante y lejos de concepciones de éxito gastadas y ajenas.

Sentir cada segundo que estar vivo es un regalo, y querer más tiempo de cada día de esos lentos para vivir despacio, es la mayor constancia de que algo en la propia vida funciona bien, de que la vida, sin más, está ganando.

Esta mañana, en el campo, abrí la puerta y percibí un zumbido fuerte de fondo. Frente a mí había un pequeño talud verdecito –sin podar por la cuarentena– con flores amarillas de esas que por azar cayeron en la categoría de maleza. Al concentrarme y respirar más despacio vi decenas de abejas volando de flor en flor: el zumbido de fondo, tan fácil de ignorar, era la vida que estaba ahí.

Todavía vivimos en un mundo en el que hay abejas que pasan zumbando en su recorrido por las flores, pensé.

Como hemos tenido una pequeña prueba de lo que puede ser el futuro si nos seguimos equivocando tan de fondo, pensé también que habiendo aún abejas que vuelan posándose sobre las flores, tal vez estuviera a tiempo de tener más certezas sobre lo simple para arriesgar más en eso que es la propia vida. Porque nos la pasamos diciendo “algún día” y se nos va.

“El siquiatra quiere saber por qué salgo a pasear por el bosque, a observar los pájaros y coleccionar mariposas”, decía Clarisse en la sociedad distópica de Fahrenheit 451, mientras a su alrededor quemaban libros y los automóviles iban a más de 160 kilómetros por hora para que sus conductores no tuvieran ocasión de detenerse a observar o a pensar.

Así que hay que saber identificar los paraísos posibles e intentar vivirlos. Me he decidido por más tiempo y cercanía para rescatar cucarrones, mariposas y abejas (y arañas), y para oír el viento mover las hojas de los árboles y el canto de los pájaros cuando despiertan y cuando llegan a sus nidos al atardecer. He decidido que quiero gastarme mi única vida rescatándome a través de la naturaleza, que quizá sea también la única manera de vivir de verdad.

Y es que es una maravilla -una tranquilidad indescriptible- ir redefiniendo la vida a medida que se la conoce: uno se le va acercando con prudencia para tratar de verla mejor, de pronto incluso la acaricia, y va identificando detalles que hacen posible esa amistad.

Para los amantes de la vida, quizás el éxito sea eso, una relación más profunda con su parte más real. Quizás sea tener la fortuna y reunir la valentía para lograr a tiempo que la dirección de la casa de uno diga simplemente: por ahí, por donde van las abejas zumbando en su recorrido por las flores.

El Valle de Nadie en CNN en Español

Entrevista con Pablo Jacobsen para su podcast Máximo Desempeño, de Revista Semana

Autora

Soy Catalina Franco Restrepo, periodista, viajera y lectora incansable. Aprendiz de escritora. Soy colombiana y vivo en Colombia, pero he viajado por 47 países y vivido en Estados Unidos, Canadá y España. Tengo un máster en Relaciones Internacionales y Comunicación de la Universidad Complutense de Madrid porque soy adicta a entender cómo funciona este mundo maravilloso, complejo y tantas veces tan doloroso. Después de hacer una práctica en CNN en Atlanta, he trabajado en medios de comunicación como La W, en editoriales como el Taller de Edición y en distintas empresas como asesora de comunicaciones y relaciones públicas. He hecho traducciones y escrito para distintos medios nacionales e internacionales (actualmente soy columnista de la revista Cronopio). En resumen, a partir de mis lecturas y mis viajes intento comprender el mundo, siento más cerca su dolor y su magia, e intento escribir para compartir un poco de todo eso.

En 2018 publiqué mi primera novela: El valle de nadie (disponible en Amazon).

En cuanto a este blog, hay espacio para mis textos sobre lo que me conmueve, para opiniones sobre el mundo y también para compartir la riqueza del planeta a través de relatos e imágenes de viaje.

Entrevista El Tiempo Televisión sobre El Valle de Nadie

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