La contemplación

Hay que comprender a tiempo que contemplando la naturaleza se entiende mejor la vida. Se siente uno vivo. Precisamente, pasando la cuarentena en un lugar rodeado de ella he recibido un gran regalo: la posibilidad de pasar más tiempo contemplándola, aprendiendo de su sabiduría y su belleza, de sus formas y sus ritmos, lo que no solo se ha fortalecido como pasión, sino que se ha convertido en una necesidad que intentaré saciar el resto de mi vida.

He aprendido a reconocer varias especies de pájaros por su canto y, por ejemplo, a identificar una soledad (Barranquero) en contraluz, sin ver sus colores, observando el movimiento de su cola, como el péndulo de un reloj. He aprendido a sentir la forma en que se acerca el viento, como en una especie de bloque que se adivina venir desde lejos por un sonido potente, aún sin acariciar las hojas de los árboles más cercanos a mí, hasta que me envuelve. He sido testigo de comportamientos bonitos y sabios de varios animales: los pájaros que, en un día caliente, salen masivamente a bañarse en las hojas de los árboles cuando hay una lluvia repentina; las abejas que adoran las flores pequeñitas y se sumergen durante pocos segundos en cada una, diseñando recorridos que es fascinante seguir; la llegada puntual de las guacharacas por las mañanas y las tardes, y su canto que empieza con un sonido corto seguido de un silencio, para después extenderse y convertirse en conversación grupal; los cuidados de una pareja de azulejos que, ante la cercanía de personas, se alejan a las ramas altas de un árbol distinto para que sus pichones dejen de chillar emocionados por el alimento que les llevaban y así no llamen la atención hacia su nido; las hormigas cortando disciplinadamente las flores moradas de un sietecueros durante días y días en una misma fila; los colibríes en sus batallas de “espadachines” en el aire; unos patos que, al haber sido protegidos por personas durante sus primeros dos meses de vida, hoy actúan casi como perros…

He aprendido a oler el aire y a observar las nubes más efectivamente para saber qué esperar de los días y los momentos, y a observar los rizos y las ondulaciones o la planicie del agua para identificar el movimiento y la quietud, así como las nubes que posibilitan atardeceres más extravagantes.

Qué equipaje el que se obtiene contemplando la naturaleza, en lo que la sociedad de la productividad infinita definiría como pérdida de tiempo. Es, más bien, equipaje de vida. No puedo evitar pensar en Humboldt maravillándose con cada uno de sus hallazgos y aprendizajes en sus viajes exploratorios: “La naturaleza es una totalidad viva”, concluyó. O en Proust contemplando la naturaleza y sintiendo cómo se apoderaba de él la inspiración. O en Thoreau que, según cuenta Andrea Wulf en ‘La invención de la naturaleza’, “En el estanque de Walden escribió: <Tengo un pequeño mundo para mí solo>, su propio sol, sus estrellas y su luna. <¿Por qué me voy a sentir solo? –preguntaba–. ¿Acaso no está nuestro planeta en la Vía Láctea?>. No estaba más solo que una flor o un abejorro en la pradera, porque, como ellos, formaba parte de la naturaleza. <¿No soy en parte hojas y moho yo también?>”.

Pienso en el concepto de ‘biomimética’, tan hermoso, tan sabio, que nos lleva a buscar inspiración para las soluciones a nuestros problemas en las estrategias de la naturaleza para resolver los suyos –ella que siempre lo logra, de la manera más efectiva y más mágica.

Cuánto tenemos que aprenderle. Pero hay que saberla observar, sentir, creer en ella, respetarla con la mayor admiración posible. Pensaba hace poco que se necesita ser un alma bonita para sentir esa profunda conexión, para saber que en la naturaleza está lo más alto, lo más profundo, lo más sabio, lo más bello. No hay nada que esté por encima o que contenga una mayor riqueza o historia.

Describe el gran Jonathan Franzen en su novela ‘Las correcciones’ una frustración de Enid con respecto a su esposo: “Pero por mucho empeño que ponía, no lograba que él se interesase en la vida”. Y yo pensaba lo común que puede ser eso de no interesarse verdaderamente en la vida, sobre todo cuando nos han pintado que la vida es un afán, que es, como lo describe el filósofo surcoreano Buyng-Chul Han en ‘La sociedad del cansancio’, una existencia del rendimiento, en la que un exceso de positivismo, del “nada es imposible”, produce una autoexplotación del individuo, una depresión por agotamiento, lo que lleva a la descripción más tristemente posible: “un alma agotada, quemada”. La desaparición de la vida contemplativa.

Siento yo que la contemplación, de la vida, de la naturaleza, -y, por supuesto, la valoración de esa contemplación- son esenciales para interesarse en la vida, para amarla, para vivir verdaderamente (en vez de pasar los días).

Recurro nuevamente a ‘La invención de la naturaleza’: “<Los hechos caen del observador poético como semillas maduras>, anotó. El fundamento de todo era la observación. <Exprimo el cielo y la tierra>, decía Thoreau”.

Que el corazón se hinche y desemboque en una sonrisa al contemplar la llegada de un pájaro o el sonido y el movimiento de las hojas de los árboles al viento significa que se ama la vida, que hay un alma bonita conectada a su esencia más profunda.

Exprimo el cielo y la tierra.

Fragmento de Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexiévich

En días complejos para el hombre debemos demostrarnos que somos humanos, compasivos, también con los animales, que comparten esta casa con nosotros. Para hacer un llamado al amor y la compasión con ellos les leo un fragmento de Voces de Chernóbil, de Svetlana Alexiévich.

Lectura de un fragmento de El valle de nadie

Les leo un fragmento de mi novela distópica El valle de nadie en estos momentos extraños y de incertidumbre, casi distópicos (tiempos de cuarentena por coronavirus, lo dejo escrito para futuras lecturas cuando, ojalá, este sea solo un recuerdo surrealista de cuando la humanidad entera se vio obligada a mirarse al espejo en cámara lenta), para que por ningún motivo invisibilicemos a los más vulnerables. La literatura nos salva todo el tiempo, hay que volver a los libros siempre.

Sobre El valle de nadie

Recordar quiénes fuimos

Tantas veces tendríamos que evocar a los niños que fuimos porque de ellos podemos tratar de (además de morirnos de risa) recuperar un poco de nuestra esencia, aún libre de prejuicios y mucho más pura, menos temerosa, más humana, más compasiva, menos interesada, más ilusionada, más soñadora, más cercana al verdadero sentido de la vida.

Les comparto dos cartas que le escribí a mi papá cuando estaba muy chiquita (tristemente, no tengo el año, pero por la letra, la ortografía y los mensajes, sé que estaba muy muy chiquita –ahí es donde debemos viajar para recordar quiénes éramos, quiénes somos de verdad).

 

Papito,

Te amo, tú quieres lo mejor para mí, tú eres mi mejor amigo, tú haces lo que sea por mí, me das tu amor a mí. No me interesan los juguetes, solo tu amor.

Cata Franco R.

 

Papi,

Yo siento por ti mucho amor y te lo dedico y también debes saber que sin ti no podría vivir. Te adoro.

De tu hija Catalina F.

Que no se nos olvide

Un aparte precioso de Aleksandr Solzhenitsyn en su Archipiélago Gulag sobre lo verdaderamente importante en la vida, que al parecer se esclarece y se simplifica para nuestro entendimiento solo ante circunstancias extremas bajo las que se ve amenazado eso esencial que nos hace humanos.

Para que valoremos lo afortunados que somos y vivamos sin tantas demandas y enojos, sin preocuparnos siempre por algo más.

Para que no se nos olvide.

 

“¿Cómo iluminarlos? ¿Con un sueño?: ¡Hermanos! ¡Hombres! ¿Para qué se os ha dado la vida? En el silencio de la media noche las celdas de los condenados se abren de par en par y se arrastra hasta el patíbulo a personas con una gran alma. En este preciso momento, en esta hora, por todos los ferrocarriles del país hay hombres que pasan su lengua amarga por los labios, resecos de haber comido arenques, hombres que sueñan con la felicidad de poder estirar las piernas, con el alivio de que les dejen hacer sus necesidades. Cuando el verano llega a Kolymá, la tierra se deshiela hasta un metro escaso de profundidad y solo entonces entierran los huesos de los que murieron en invierno. Pero vosotros gozáis del derecho a determinar vuestro destino, tenéis sobre vuestras cabezas el cielo azul y el sol ardiente, os está permitido ir a beber agua, estirar las piernas, ir sin escolta hasta donde se os antoje. ¿Qué importa la luz del pasillo? ¿Qué pinta aquí la suegra? ¿Queréis que os revele ahora mismo la esencia de la vida y sus secretos? No persigáis fantasmas, ni posesiones, ni honores: solo se consiguen tras años, decenios de nervios y se confiscan en una sola noche. Vivid con serena superioridad sobre la vida, no os asuste la desdicha, ni languidezcáis tras haber conocido la felicidad, pues ambas no importan: jamás lo amargo es para siempre, ni lo dulce colma nunca la medida. Consideraos afortunados si no pasáis frío, si el hambre y la sed no desgarran vuestras entrañas. Si no se ha partido vuestra espalda, si caminan ambas piernas, si ambos brazos siguen articulándose, si ven ambos ojos y oyen vuestras orejas, ¿a quién podéis envidiar? ¿De qué os serviría? Envidiar al prójimo corroe ante todo a uno mismo. Frotaos los ojos, limpiad vuestro corazón y valorad por encima de todo a quienes os aman y desean vuestro bien. No los ofendáis, no los injuriéis, no os separéis de ellos sin antes haber hecho las paces: porque, quién sabe, ese puede ser vuestro último acto antes de que os arresten, ¡y el último recuerdo que quede en su memoria!”

Archipiélago Gulag, Aleksandr Solzhenitsyn.

 

Una vida más bonita

Tomo el siguiente fragmento del libro “Voces de Chernóbil”, de Svetlana Alexievich, sobre el peor desastre tecnológico del siglo XX, para pensar en nuestra relación con los animales y los demás seres vivos. Con todos ellos convivimos en un mismo planeta, que no es más de los unos que de los otros. Simplemente somos distintos: nosotros tenemos la capacidad de razonar y, además, de comunicar. Que no nos aprovechemos de la vida de los más vulnerables. Que nos duelan. Que seamos conscientes de que no tenemos más derecho que ellos a la vida o al respeto. Que mostremos nuestra humanidad a través de la compasión y el amor. Que valoremos esa compañía maravillosa y única que nos ha dado el universo materializada en animales y naturaleza para hacer la vida más bonita, más llevadera.

“–En la tierra de Chernóbil uno siente lástima del hombre. Pero más pena dan los animales. Y no he dicho una cosa por otra. Ahora lo aclaro… ¿Qué es lo que quedaba en la zona muerta cuando se marchaban los hombres? Las viejas tumbas y las fosas biológicas, los así llamados ‘cementerios para animales’. El hombre solo se salvaba a sí mismo, traicionando al resto de los seres vivos.

Después de que la población abandonara el lugar, en las aldeas entraban unidades de soldados o de cazadores que mataban a tiros a todos los animales. Y los perros acudían al reclamo de las voces humanas…, también los gatos. Y los caballos no podían entender nada. Cuando ni ellos, ni las fieras ni las aves eran culpables de nada, y morían en silencio, que es algo aún más pavoroso.

Hubo un tiempo en que los indios de México e incluso los hombres de la Rusia precristiana pedían perdón a los animales y a las aves que debían sacrificar para alimentarse. Y en el Antiguo Egipto, el animal tenía derecho a quejarse del hombre. En uno de los papiros conservados en una pirámide se puede leer: ‘No se ha encontrado queja alguna del toro contra N’. Antes de partir hacia el reino de los muertos, los egipcios leían una oración que decía: ‘No he ofendido a animal alguno. Y no lo he privado ni de grano ni de hierba’”.

 

Lobos

Tan acostumbrados estamos al horror, que la mayor parte del tiempo lo sentimos solo como el ruido de fondo de una historia inverosímil que se empeña en regresar cada vez que abrimos los ojos. Nos hemos convertido en el horror.

Les comparto un fragmento precioso de “La vida entera”, del escritor israelí David Grossman, en el que Ora le cuenta a Abram la situación que vivió con su hijo Ofer (un niño), para recordar que, con suerte, somos –hemos sido– ese tipo de ser humano que en un principio se sorprendió e intentó rechazar ese horror.

 

Ofer me preguntó de qué estaban hechas las albóndigas y yo murmuré cualquier cosa, seguramente le dije que eran unas bolas que se hacían con carne, porque él se quedó pensando un momento y me preguntó qué era la carne.

Abram hace un esfuerzo y se sienta. Se abraza las piernas.

La verdad es que Ilan siempre había dicho que estaba esperando que Ofer formulara esa pregunta, desde el mismo momento en el que empezó a hablar y, en realidad, desde el momento en que vimos el tipo de niño que era.

¿A qué te refieres con eso de «el tipo de niño que era»?

[…]

Bueno, pues le dije a Ofer que era eso, simplemente carne. Se lo dije con la mayor indiferencia. No es nada en especial, solo carne. Ya sabes, como la que comemos casi a diario. Carne.

[…]

Metí la cabeza en las profundidades de la nevera intentando ignorarlo y también por rehuir su mirada, pero él no cedió y me preguntó a quién le quitaban esa carne. Y te diré que a él le encantaba la carne, la ternera y el pollo sobre todo. Fuera de eso apenas comía nada, pero las albóndigas, los escalopes y las hamburguesas le encantaban. Estaba hecho un auténtico carnívoro, cosa que alegraba mucho a Ilan, y la verdad es que no sé por qué también a mí.

¿Cómo?

Que me alegraba de que le gustara la carne, no sé, la verdad es que era una satisfacción bastante primaria. ¿Lo entiendes, verdad?

 […]

Ofer se quedó pensativo un momento y después me preguntó por la vaca de la que se coge la carne. Quería saber si la carne le volvía a crecer de nuevo.

Si la carne le volvía a crecer de nuevo, repite Abram sonriendo.

Intenté escabullirme diciéndole que no exactamente, que no era exactamente así como sucedía, y entonces Ofer volvió a empezar a pasearse por la cocina, cada vez más deprisa, y como me di cuenta de que estaba muy preocupado, porque me llegó a preguntar abiertamente si a la vaca le quedaba una herida cuando se le quitaba la carne, a mí no me quedó más remedio que decirle que sí.

Abram la escucha repentinamente embelesado ante los ricos matices que aprecia en la escena que le está siendo descrita. Ve a Ora de pie en la cocina hablando con el niño y a este, enjuto, muy serio y preocupado, correteando por la estrecha cocina, tocándose el lóbulo de la oreja y mirando a su madre con impotencia. Abram, inconscientemente, se lleva la mano a la cara para protegerse de la insufrible lluvia de esquirlas provenientes del interior de ese hogar. La cocina, la nevera abierta, la mesa puesta para dos, los vapores que se elevan de las cazuelas puestas al fuego, la madre, el niño pequeño, su sufrimiento.

Y entonces me preguntó si se le quita la carne a la vaca cuando ya está muerta y así ya no le duele. Estaba intentando por todos los medios encontrar una salida honrosa a todo ese asunto, ya me entiendes, una salida honrosa para mí, pero de paso también para toda la humanidad, así que enseguida me di cuenta de que tenía que inventarme una mentira piadosa y que después, con el tiempo, cuando estuviera más fuerte, hubiera crecido y se hubiera empapado bien de proteína animal, ya llegaría el momento de darle a conocer lo que tú una vez llamaste «Hechos de vida y muerte». No te puedes ni imaginar lo muchísimo que Ilan se enfadó conmigo después por no haber sido capaz de inventarme algo, y encima tuve que darle la razón, porque la tenía. Y con la mirada encendida añade: porque con los niños hay que saber limar los cantos, ocultar cosas, suavizarles los hechos, no nos queda otra salida, qué se le va a hacer, pero yo… nunca fui capaz de hacerlo porque no estaba dispuesta a mentir.

[…]

Entonces Ofer se puso todavía más nervioso al verme callada y empezó a dar vueltas por la cocina como una peonza, yendo y viniendo, hablando consigo mismo, y me di cuenta de que ni siquiera era capaz de decir con palabras lo que sospechaba, hasta que al final, y eso no lo olvidaré jamás, bajó la cabeza y se quedó allí encogido, todo encorvado -con el más delicado de los gestos Ora se transforma en Ofer, es su cuerpo, es su cara, es la mirada del niño asomándose a los ojos de ella. Y Abram lo ve, lo está viendo, es Ofer, míralo, lo estás viendo, ya no podrás olvidarlo, no podrás estar sin él-, y a continuación me preguntó si había alguien que mataba a la vaca para quitarle la carne, y ¿qué podía responderle yo? Le dije que sí.

Al oírlo se puso a correr por toda la casa, de una punta a la otra, completamente enloquecido y gritando -Ora recuerda el fino aullido que no parecía la voz de Ofer, ni siquiera una voz humana, pero que brotaba de él-, tocaba los objetos, los muebles, los zapatos que había en el suelo, corría, gritaba y tocaba las llaves que estaban encima de la mesa, los picaportes de las puertas, la verdad es que resultaba sobrecogedor, parecía una especie de rito, no sé, como si se estuviera despidiendo de todo lo que…

Ora mira a Abram con ternura, entristecida por lo que le está contando y por lo que todavía él va a tener que oír y piensa en que lo está contagiando, como si de una enfermedad se tratara, del sufrimiento que supone la crianza de los hijos.

Ofer corrió hasta el final del pasillo, junto a la puerta del cuarto de baño, ya sabes, donde estaba el perchero de los abrigos, y desde allí se puso a gritar, ¿la matáis?, ¿matáis a la vaca para quitarle la carne?, ¡dímelo!, ¿sí?, ¿sí?, ¿se lo hacéis porque sí? Y en ese momento comprendí, quizá por primera vez en mi vida, lo que significa el hecho de que comamos seres vivos, lo que significa el hecho de que los matemos para comérnoslos, y cómo nos educamos para llegar a no comprender que en el plato tenemos la pata arrancada de un pollo, y que Ofer no estaba dispuesto a engañarse de esa manera, ¿lo entiendes? Él era un ser completamente transparente, susurra Ora, ¿y sabes lo que es tener un niño así en este mundo de mierda?

Abram se retrae. De repente siente en lo más profundo de sus entrañas el estremecimiento de pavor que sintió cuando Ora le contó que estaba embarazada.

Ella bebe agua de la botella y se lava la cara. Le tiende la botella y él, sin pensarlo, se echa el resto del agua por la cabeza.

De repente la expresión de su rostro se hizo impenetrable, es como si se hubiera encerrado en sí mismo, así -Ora se lo muestra apretando con fuerza los puños-, y después se puso a correr por todo el pasillo, desde el cuarto de baño hasta la cocina, y empezó a darme patadas, imagínate, algo que nunca había hecho, me daba patadas con todas sus fuerzas y gritaba, ¡sois como los lobos!, ¡las personas son como los lobos!, ¡no quiero estar con vosotros!”

 

Qué distinto sería el mundo si cada uno rescatara siquiera un pedazo de su origen.

 

Pasión y transformación

La plata está en el centro de todo y se convierte en el medio y el fin de nuestra existencia. Y eso es lo que les enseñamos a los niños desde que se empiezan a formar. Eso es lo que pasa.

El director de cine Michael Moore documentó en un video la experiencia que tuvo en Finlandia aprendiendo sobre el método de la educación en ese país, que hoy tiene los mejores estudiantes del mundo.

Resulta que hace unos años Finlandia tenía estudiantes igual de aburridos y frustrados que en muchos otros países, incluido Estados Unidos. Entonces decidieron implementar nuevas ideas hasta llegar a que hoy los niños tengan la jornada escolar más corta de cualquier país occidental (20 horas a la semana); prácticamente no tengan tareas; les den la misma importancia al arte, la música y el deporte que a las demás materias; y se les dé prioridad a los intereses particulares de los niños y al tiempo libre para que desarrollen su cerebro haciendo lo que más les gusta, además de algo más o menos importante: aprender a formarse como seres humanos.

Entonces cuentan los entrevistados que en Finlandia no existe esa obsesión desesperante por “buscar colegio”: no hay colegios mejores que otros porque no hay educación privada, sino que el estado maneja absolutamente todos los colegios, que son iguales, y, por lo tanto, el mejor colegio para cada uno es el que le queda más cerca.

Lo más importante es lo siguiente: los niños ricos y pobres estudian juntos y aprenden lo mismo, se respetan y son amigos, por lo tanto, aprenden y viven la esencia de la igualdad, y probablemente construyan relaciones, ideas y proyectos para trabajar juntos después, aprovechando el talento de todos, que no depende de cuánta plata tiene cada uno ni del color de la piel.

Así mismo, explican, los papás de los niños más ricos querrán asegurarse de que los colegios sean excelentes, en su totalidad porque todos son iguales, y así todos los niños tendrán una educación de la más alta calidad, además de tiempo para darles libertad a la mente y al alma.

Probablemente todos conocemos a alguien muy talentoso en algo que ya no pudo ser. Por la plata: o es pobre y no tiene con qué explotar ese talento ni se atreve a intentarlo, o es rico y le da miedo dedicarse a algo que no le dé más plata.

Nos hemos olvidado de la pasión, del talento, de la grandeza y la capacidad de los seres humanos, poniendo al dinero en el centro de todo: estudia en el colegio que puedas pagar, estudia con los que tienen la misma plata que tú, estudia lo que te asegure conseguir un trabajo en el que ganes suficiente plata, deja tu pasión como hobbie porque probablemente no sirve para nada, solo los que tienen igual o más dinero que tú son dignos de tu respeto.

Entonces se pierden ideas y mentes brillantes, se separan colegios, barrios, posibilidades y seres humanos, que después se matan entre ellos (probablemente por plata).

La educación es la esencia de una sociedad. Se puede hacer de un niño un monstruo o un gran ser humano con el poder de transformar positivamente su alrededor.

 

Al llegar al bordillo, cogió a la paloma con su manita, le quitó la caperuza y se la metió hábilmente en el bolsillo. El pájaro irguió ansiosamente la cabeza ante su nuevo entorno, pero la visión del rostro serio y familiar de Paul le tranquilizó.

Paul observó el pichón durante un rato, cogiéndolo otra vez con las dos manos, y en la silenciosa oscuridad, pude oír su voz de niño. Estaba adiestrando al pájaro en un lenguaje que había practicado. ‘Recuerda esta casa.’ ‘Sigue esta ruta.’ ‘Ten cuidado con tal peligro o tal obstáculo.’ ‘Piensa en todo lo que hemos ensayado.’ ‘Acuérdate de quiénes son tus amigos.’ Todo eran buenos consejos. Cuando acabó, se acercó el pájaro a la nariz y olió la picuda cabecita. Cerró los ojos, luego lo levantó y lo lanzó hacia arriba. Las largas y brillantes alas del pájaro se apoderaron de la noche instantáneamente. Se elevó y se desvaneció como una idea fugaz, y sus alas blancas se volvieron más y más pequeñas mientras atravesaba las copas de los árboles, cada vez más lejos.

 

El periodista deportivo. Richard Ford.

 

El Valle de Nadie en CNN en Español

Entrevista con Pablo Jacobsen para su podcast Máximo Desempeño, de Revista Semana

Autora

Soy Catalina Franco Restrepo, periodista, viajera y lectora incansable. Aprendiz de escritora. Soy colombiana y vivo en Colombia, pero he viajado por 47 países y vivido en Estados Unidos, Canadá y España. Tengo un máster en Relaciones Internacionales y Comunicación de la Universidad Complutense de Madrid porque soy adicta a entender cómo funciona este mundo maravilloso, complejo y tantas veces tan doloroso. Después de hacer una práctica en CNN en Atlanta, he trabajado en medios de comunicación como La W, en editoriales como el Taller de Edición y en distintas empresas como asesora de comunicaciones y relaciones públicas. He hecho traducciones y escrito para distintos medios nacionales e internacionales (actualmente soy columnista de la revista Cronopio). En resumen, a partir de mis lecturas y mis viajes intento comprender el mundo, siento más cerca su dolor y su magia, e intento escribir para compartir un poco de todo eso.

En 2018 publiqué mi primera novela: El valle de nadie (disponible en Amazon).

En cuanto a este blog, hay espacio para mis textos sobre lo que me conmueve, para opiniones sobre el mundo y también para compartir la riqueza del planeta a través de relatos e imágenes de viaje.

Entrevista El Tiempo Televisión sobre El Valle de Nadie

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