Voy a votar por Juan Manuel Santos porque, sin ser un líder al que admire ni el ideal de gobernante que yo me soñaría para este país, hoy representa la posibilidad histórica y maravillosa de que todos podamos mirarnos a los ojos y decirnos que el capítulo de la guerra está cerrado en Colombia; que podamos decirle al mundo que este es un país en paz, que aquí ya no hay guerra ni existen esos grupos guerrilleros que tanta sangre y lágrimas nos han hecho derramar.
Tengo clarísimo que la paz no es simplemente firmar unos documentos ni llegar a acuerdos importantes. La paz, como la felicidad, no es cosa de un segundo ni es tan fácil de medir. La paz se consigue día a día, a punta de esfuerzos, de tragarnos sapos que nos ahogan a todos, de llorar por dentro recordando eso de lo que hemos sido testigos en este país de realismo mágico, unos más de cerca que otros. Para llegar a la paz, como para conseguir esos sueños más anhelados por cada uno, hay que subir por una cuesta empinada y difícil, en la que nos sentiremos tentados a renunciar incontables veces. La paz a los colombianos nos suena a ficción. Nos parece imposible, la vemos tan lejos, que nosotros mismos hemos empezado a ponerle trabas. A veces es difícil coger la fuerza necesaria para salir de la rutina, así la rutina sea una pesadilla. Creemos que es imposible. Pero, ¿se imaginan cómo será la paz? Así como cuando yo me sueño el día en que escriba un libro y alguien lea ese libro y sienta que algo cambia en su corazón. Cosas que uno ve todavía lejos, pero que vale toda la pena del mundo intentar para, tal vez, decir con lágrimas y sonrisas: sí se podía.
El llegar a esos acuerdos para que después todos los analicemos y digamos si estamos o no de acuerdo con ellos, el firmar este proceso de paz no quiere decir, ni eso es lo que pensamos quienes lo apoyamos, que al otro día ya haya paz en Colombia. Es, simplemente, un primer paso fundamental, un momento simbólico en el que los colombianos de todas las esquinas del país nos digamos por dentro que se acabó ese capítulo negro que parecía interminable, y que el perdón y el reconocimiento de los errores nos presentan una página en blanco de oro para que podamos escribir el presente y el futuro del país. Pero tenemos que hacerlo todos. El perdón a medias no sirve. Y perdonar no es fácil. Duele. Siempre está la tentación de no hacerlo, de dejar las cosas tal y como están. Es más fácil salir de la casa o hacerse el bobo, que quedarse a organizarla.
Yo me pregunto, preguntémonos todos, cuánta gente que amamos no estaría hoy en nuestras vidas si no la hubiéramos perdonado una o muchas veces. Cuántos matrimonios ya no serían. Cuántos hijos no se hablarían con sus padres. Cuántos países no tendrían relaciones con otros. Cuántas personas habrían abandonado su trabajo. Cuántas empresas se habrían disuelto. Cuántas ideas habrían dejado de existir. Sin el perdón, sin ese reconocer que algo horrible ha pasado, pero que eso puede cambiar para que el futuro sea mejor y para no acabar con todo, este mundo se llamaría guerra y nosotros dejaríamos de ser humanos.
Lo que ha pasado en Colombia es desastroso, indescriptible. Uno siente que aquí puede encontrar la gente más buena y la más mala del mundo. Pero este es nuestro país y colombianos somos todos. ¿Renunciamos al país? ¿Lo acabamos? Para esto no existen divorcios ni terminaciones legales. O nos las arreglamos como seres humanos y racionales que somos, o nos dedicamos a odiarnos y a matarnos.
Independientemente de las preferencias políticas de cada uno, hoy hay unas personas expertas muy serias negociando un proceso de paz para este país, tratando de llegar a acuerdos en temas de una complejidad infinita con aquellos que ven la situación desde un universo opuesto. De fácil no tiene nada. Ideal, tenemos que entenderlo, jamás será. Hablar de “paz sin impunidad” o “paz digna” es la forma más mediocre de renunciar a la paz. A mí me suena como a acostarme un día por la noche y pedirle al universo que quiero que mi vida sea perfecta, que nadie a quien yo amo se enferme ni le pase nada, que tenga el trabajo soñado, que nadie maltrate los animales, que todos protejan al medio ambiente y que se acaben el hambre, la pobreza y la violencia. No niego que lo hago. Como una loca esperanzada, todos los días de mi vida pido cada una de esas cosas. Pero sé que se trata de mis ideales como ser humano, no de una realidad posible. Así que, o nos imaginamos una paz real, una paz práctica en la que podamos empezar a trabajar, o nos estamos echando encima la peor pesadilla imaginada por cualquier nación sobre la tierra: ser un país en guerra eterna, odiarnos a nosotros mismos, haber nacido y morir sin conocer la paz.
Como en cualquier negocio o relación, primero hay que ponerse de acuerdo. Yo puedo decirle a mi esposo que no me gusta que me hable de cierta manera y hasta que él no entienda y asuma que eso es un problema dañino para los dos, hasta que no nos miremos a los ojos y yo le diga por qué me ha dolido y él me explique sus razones, pero a la vez me diga que pondrá toda su voluntad en no volver a hacerlo, hasta que yo no lo perdone y deje de sacarle en cara que me ha hablado así antes, no podremos superar ese capítulo y seguir un camino constructivo.
Entonces uno llega a un acuerdo, pone reglas y hace muchas otras cosas al mismo tiempo para salvar eso que vale la pena. Para el caso de hoy en Colombia, esa paz no solo va a necesitar el acuerdo y el perdón de todos como base de la exitosa reintegración a la sociedad de las personas que nos han hecho daño –reintegración que, si no es hoy, tendrá que ser algún día si ha de haber paz, y mientras más tiempo pase, más difícil será, más odios habrá acumulados, más lejana será la posibilidad–, sino también un cambio grande en las prioridades del país. Si la prioridad sigue siendo la guerra, nos llenaremos de eso, de guerra. Colombia está en un momento muy distinto y va bien encaminada hacia su desarrollo como nación y como sociedad. Abrámosles paso a la educación, la igualdad, la infraestructura, el deporte, el arte, el empleo, el campo, la vida digna.
Solo así podremos cambiar la raíz de este mal llamado guerra, que parece tan ensañado en Colombia. Necesitamos que las nuevas generaciones no crezcan oyendo esa palabra, sino que la lean y la aprendan como parte de la historia de su país, para que no cometan los mismos errores. Necesitamos que crezcan en un país en paz y sepan que ellos son responsables de seguir construyendo el camino y de conservarla. Un niño que sale con hambre para el colegio, o deja a su familia con hambre, para encontrarse con los excesos de la riqueza en la puerta de su casa jamás va a estar conforme con la vida y va a intentar hacer algo para cambiar esa situación. Y si no le damos educación, deporte, arte y oportunidades para cambiarla por las buenas, y además le enseñamos que el método de los líderes es la violencia, posiblemente la cambie por las malas. Ni ustedes ni yo tenemos la menor idea de quiénes seríamos o cómo actuaríamos si hubiéramos caído en este mundo con el estómago vacío, sin agua ni educación. Quién quita que estuviéramos del otro lado de la mesa de negociación.
No olvidemos nunca que paz también es sonreírle a la persona que se acerca a nosotros en la calle para que, por más difíciles que sean sus días, jamás se olvide de eso: de que es una persona.
Cambiemos el país juntos, creamos en nuestra condición humana, trabajemos cada uno por la paz. ¡No lo posterguemos más ni nos distanciemos más unos de otros! Yo quiero un país libre y moderno, no quiero un país religioso ni retrógrada. Avancemos en nuestros derechos y en el reconocimiento pacífico y enriquecedor de las diferencias. Vamos en el camino correcto. La historia nos lo dice, los líderes internacionales nos apoyan y están entusiasmados con el cambio de esta Colombia que, según un empresario y maestro al que admiro, será para América Latina lo que es hoy Alemania para Europa.
En vez de convertirnos en el país rencoroso y frustrado que despreció la paz, seamos la nación humana, moderna y luchadora que se aferró a ella con todas sus fuerzas y jamás la volvió a soltar. Pasemos de ser alumnos a maestros de paz, para enseñar nuestra experiencia por el mundo, invitando a todos a conocer lo que verdaderamente es Colombia.
En cuanto a lo político, ¡seamos serios! Ese cuento de que se le va a entregar el país al “Castro-Chavismo” o de que Santos es comunista es lo más rebuscado y absurdo que he oído en mi vida. El hecho de que la forma sea distinta, más acorde con un país que quiere ser desarrollado y con las leyes y el derecho internacional, es un indicativo de que hemos evolucionado y de que estamos en una parte más avanzada del proceso.
No dejemos que los orgullos o los discursos aprendidos se conviertan en vendas. Ya gran parte del camino para que la paz sea posible se recorrió, pero si nos pasamos de la salida, tal vez no haya retorno o no nos toque a nosotros. Colombia en paz multiplicará a los Nairos, Rigobertos, Falcaos, James, Marianas, Caterines, Juanes, Shakiras, García Márquez, celebrando sus sueños alrededor del mundo, y, a la vez, estará llena de Joaquines y Lucías orgullosos de trabajar el campo y sin ganas de irse a la ciudad; de Camilos y Natalias hablando sobre sus sueños para cuando sean grandes mientras los construyen; de Josés y Rositas trabajando cada día para sacar adelante a sus familias, con una sonrisa nacida de la esperanza.
Son tres letras que nos pueden cambiar la vida a todos si las entendemos. La paz en Colombia no es imposible. No será perfecta ni fácil, pero la tenemos al frente. Yo sueño con esa paz y, tal vez, un día no muy lejano pueda escribir mi libro y tocar corazones con recuerdos de una guerra y conclusiones de una paz, que sí fue posible, a punta de lágrimas y sonrisas.
Nunca ha habido una buena guerra ni una mala paz.
Benjamin Franklin
La paz llegará, cuando los árabes amen a sus hijos más de lo que nos odian a nosotros.
Golda Meir
La paz más desventajosa es mejor que la guerra más justa.
Erasmo De Rotterdam
El único medio para una paz duradera consiste en eliminar las causas de la guerra.
Ludwig von Mises
2 thoughts on “Esa paz, que es nuestra”