Me llama mi esposo a contarme que compró unas cosas en un mercado y que al final, cuando un empleado le ayudó a llevar los paquetes al carro, sacó un billete de dos mil pesos y él le pidió que por favor lo pusiera en el suelo porque les prohibían recibir plata. Era venezolano, me dijo mi esposo.
Entonces pienso yo en qué condenado mundo una persona que ha salido de su país porque allá todo es una mierda, a buscarse la vida en otro que también se la lucha, sin que le puedan entregar dos mil tristes pesos en la mano por un esfuerzo adicional que hizo para prestarle un buen servicio al cliente de la empresa que se lo prohíbe y, finalmente, tener que pedir en voz baja que se los tiren al piso, como para subir más la moral de la dolorosa supervivencia, para recoger como basura esos tres pesos de más que esa noche harán la diferencia.
Duele como funcionamos. Duele la necesidad de ese hombre que probablemente cada día pide que le sigan atando su mirada al suelo.
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