– Gracias por mirarme con simpatía –me dijo con una sonrisa rodeada de arrugas y pelo blanco, un hombre delgado de unos ochenta años que caminaba despacio y solo por la calle.
Se había detenido junto a nuestra mesa para mostrarnos las manchas en su piel, contarnos que se había contaminado con mercurio trabajando el oro en Segovia y pedirnos alguna ayuda.
– Eso lo seca a uno –nos dijo, a unos pasos de distancia, advirtiéndonos que no era nada contagioso, tras ese agradecimiento por saludarlo como a un ser humano y sonreírle, por no huirle ni despreciarlo ni hacerme la que no lo veía como respuesta a su primer intento de acercarse que, en la mayoría de las ocasiones, debe vivir en medio de la invisibilidad.
– ¿Cómo fue lo del mercurio? –le preguntó mi amiga.
– Gracias por preguntarme, me voy a sentar aquí unos segundos y les cuento –dijo venciendo la barrera, mientras corría una silla, y respiró, aunque inseguro al sentarse, para explicarnos el proceso del trabajo con el oro y cómo había llegado el mercurio a una herida que tenía en el brazo.
Después de terminar su historia le dimos unos pesos y, con esa misma sonrisa rodeada de arrugas y pelo blanco, nos dijo que nos agradecía por haberle preguntado, que había descansado unos minutos y se había relajado un poco.
Era un anciano cansado y enfermo, un hombre que, más que esos pesos, necesitaba sentarse un par de segundos y que alguien le hablara, lo oyera y le sonriera.
Lo vimos alejarse así, solo, con pequeños pasos que lo hacían ver como moviéndose un poco hacia cada lado, con su correa y su camisa por dentro, en las calles de una ciudad, menos amigables que las de su pueblo.
Hay que mirar con simpatía. Siempre.
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