Frecuentemente me duele el agua. Me duele entrar a un baño público y encontrar una canilla abierta. Me duele ver cuando alguien más está lavando los platos y cae el chorro durante minutos mientras esa persona conversa con alguien más mirando en otra dirección. Me duele que alguien eche una basura al inodoro y después tire de la perilla para vaciar varios litros de agua potable. Me duele ver nuestra preciosa agua cayendo a borbotones para lavar un carro. Me duelen las duchas interminables y las lavadas de dientes con el sonido del agua de fondo. Me duele ver una manguera abierta sin objeto. Me duele ver cientos de botellitas de plástico que hacen que lo que llevan dentro le salga aún más caro al planeta.
El agua nos debe doler. El mundo cambia un poquito si la próxima vez que seamos parte de una situación así –por nosotros o por alguien más– pensamos en que hay lugares –demasiados lugares– en donde los niños, las mujeres y los viejos caminan durante kilómetros cada día, descalzos, con poco alimento en el estómago y después tienen que regresar esa misma distancia cargando el peso de un agua demasiado costosa, para, aun así, beberla contaminada y, muchas veces, enfermar –y hasta morir– por eso.
Que nos duela el agua, que a nuestros hijos, desde chiquitos, les duela el agua.
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