Compartir la casa

¿Quién eres? ¿Sabes quién eres? El planeta lleva ya varias semanas –suma ya un par de meses– lanzándonos esta pregunta de forma masiva, radical, esperando a cambio respuestas individuales y radicales que vayan encadenándose y abrazándose hasta que logremos probarle que verdaderamente podemos ser los seres humanos que compongan y signifiquen una humanidad. Tenemos que probarle que estamos a la altura, que merecemos disfrutar de esta gran casa.

Nos había hablado el universo de varias formas, en distintos tonos: hambrunas, incendios, masacres, guerras nacionales y mundiales, ataques terroristas, extinción de animales, cambios drásticos en los paisajes que conocíamos, enfermedades dramáticas en personas demasiado jóvenes, migraciones indescriptibles de personas despojadas de su identidad… La lista sería demasiado larga, el planeta pareció agotar sus recursos para hacernos entender que somos los mismos, que tenemos la misma casa –¿no es eso lo que comparte una familia?

Y es que, a pesar de todas esas llamadas de atención, dolorosas hasta lo más hondo, nos llevamos el premio mayor a la hora de pensar que todo es con los demás, que todo lo malo es ajeno, que no es con nosotros. Los desastres y las tragedias siempre están en otra parte y nunca son lo suficientemente graves. No nos incumben las respuestas. Pero, sabemos de sobra, el universo nos lleva años luz en sabiduría. Es poderoso. Y ha decidido hacernos entender a través de una cadena infinita en la que nos ha tomado de las manos a todos los seres humanos, traspasando los océanos, las religiones, los colores de piel, la riqueza, la cosmovisión, la educación, los sueños, las banderas… El planeta ha tomado un hilo invisible y ha cosido cada una de las puntadas para hacernos entender nuestra vulnerabilidad y lo más básico, lo que sabemos pero no queremos entender desde el principio de los tiempos: que somos iguales. Que todo eso que hemos construido para diferenciarnos y como argumento ante las ansias de poder y el ego humanos no servirá de armadura frente a la esencia de la vida y a la oportunidad de vivir que nos ha dado la naturaleza. “…aun cuando es obvio que vivir al tiempo en el mundo es tener todo en común…”, dice Ricardo Silva Romero en ‘Esperancia’, su columna de esta semana.

Hoy, de repente, se desdibuja la vida que conocemos, frenamos en seco y, en el encierro, nos miramos al espejo. Cada uno. Miramos hacia dentro y nos damos cuenta de que la capa más gruesa, esa que hemos construido por años para salir de la casa, se ha desvanecido de golpe, nos está permitiendo ver más allá: tal vez todo no va a salir como tanto habíamos planeado y no solo haya cambiado la agenda, sino la vida misma. ¿Puede pasarle algo a la persona que más amamos? ¿Puede dejar de tener sentido el trabajo que creíamos que soñábamos? ¿Con quién estamos realmente conectados? ¿Para qué sirven todas las cosas que tenemos en los cajones? ¿Hacen una diferencia? ¿Posibilitan un abrazo que nos devuelva la fuerza? ¿Significan tranquilidad? ¿Qué haríamos si este huracán no hiciera sino tomar fuerza hasta acercarse más de lo que creímos posible? ¿Seguiríamos haciendo lo que estábamos haciendo hasta hoy, viviendo como estábamos viviendo? ¿Cuál es nuestro propósito?

¿Cómo estamos reaccionando ante este llamado de atención de la vida? ¿Estamos preparados para mirarnos al espejo y aceptar lo que vemos? En este momento de transformación hay que observar cada detalle: si se está más enfocado en el desespero de no salir de casa que en el agradecimiento por tener una cama caliente, una nevera llena y alguien a quien abrazar dentro de esa casa. Hay que dejar de dar todo por sentado y concentrarse en agradecer la fortuna y en intentar extenderla a través de esa cadena en la que el universo nos ha tomado de las manos para que entendamos de buena gana que somos los mismos y que quien comparte casa debe ser solidario.

Hoy, sin duda, la humanidad entera ha entrado en shock, sintiéndose parte de una distopía, de una película de esas que casi siempre incluimos en el listado de ciencia ficción. Parece que es verdad que todo puede dejar de ser, que el mundo puede enloquecer y que no tenemos más poder que nadie ni tenemos forma de ser la excepción, que si no sumamos entre todos desde lo individual, nada tendrá sentido, nos desdibujaremos también.

Hoy no es un cliché decir que tenemos que mirar hacia dentro y que solo tenemos una casa. Hoy hay que repetir en voz alta que somos una sola humanidad, tan absolutamente conectada, que lo mejor que podemos hacer es desearles el bien al vecino cercano y al lejano, y trabajar por ellos, que somos nosotros. Tampoco es un cliché recurrir a la fuerza del amor: ¿por quién y por qué nos levantamos esta mañana a desafiar el miedo y a hacer lo mejor posible para continuar? Es solo que tenemos que amar más y mejor, amar más lo de adentro, lo que nos hace iguales.

Si sobrevivimos esto, que lo haremos –ojalá probándole al universo que somos dignos de llamarnos humanidad–, más nos vale haber tomado el impulso para empezar a vivir distinto y sacar todo el provecho de ese afortunado vistazo que a la fuerza pudimos dar al interior, a ver si nos atrevemos a ser lo que somos, a vivir más humanamente. Como dijo Martín Caparrós hace poco, estos días hay que vivirlos con la mayor intensidad, pues hablaremos de ellos y los sentiremos por el resto de la vida. Una vida que, ojalá, sea distinta. Una vida en la que realmente compartamos –y protejamos– esta maravillosa casa.

La bolsa de bombones

Se paró más o menos a dos metros de la banca en la que yo estaba sentada y me miró tímidamente, sosteniendo una bolsa de bombones en la mano. No necesitó muchas palabras para hacerme entender que me pedía un poco de ayuda a cambio de un bombón, sin cruzar esa barrera invisible que lo mantenía a dos metros de mí. Se inclinaba, incluso, de la cintura para arriba, como acercándose sin dar un paso que infringiera esa distancia, pero trayendo hacia mí la parte superior de su cuerpo para asegurarse de que lo oía, para que supiera que me hablaba a mí.

Era un hombre con una bolsa de bombones en la calle. Bombones para la supervivencia. Yo había pensado que tal vez no era buena idea sacar allí la billetera y estaba algo encartada, pero el hombre, sus bombones y su muro imaginario vencieron aquella idiotez. Entonces lo miré a los ojos, metí la mano a la cartera y saqué unas monedas, esperando a que se acercara. Pero no se acercó. Me seguía mirando detrás del muro de aire que me empezaba a ahogar. Entonces alcé la mano para mostrarle las monedas y lo invité a venir con una sonrisa.

– Permiso –me dijo en voz baja, y cruzó la barrera con esfuerzo y mirando al suelo, con la incomodidad –o la vergüenza– de quien se ve obligado a pisar un mármol impecable con los zapatos llenos de pantano.

Atravesó esos dos metros que no eran nada y lo eran todo. Esos dos metros de mundo que nos pertenecían –o no– por igual. Me pidió permiso para cruzar ese pedazo de aire y pudimos intercambiar bombones por monedas y una mirada que nos recordó nuestra humanidad.

Nuestra única casa

Ante la furia –o la tristeza y la desolación expresadas con ferocidad– de la naturaleza no podemos hacer nada. A pesar de los avances que hayamos alcanzado, nos informan que se vienen el viento y el agua enfurecidos y, aunque lo sepamos, solo nos queda esperarlos como el niño que se sienta en el rincón con la mirada baja porque se sabe culpable. Ahí sí estamos solos, ahí sí somos una misma humanidad capaz de reconocerse en los sentimientos comunes e incoloros del asombro y el terror, un grupo vulnerable de muñequitos diminutos con sus construcciones inútiles y expectantes ante el enojo de esa verdadera casa a la que no nos cansamos de golpear.

Esa casa enorme, llena de maravillas y gratuita en la que cabemos todos es la que, paradójicamente, valoramos menos y damos por sentada, la que menos cuidamos, la que dividimos según las pobres, ambiciosas e inhumanas ideas de los hombres, de manera que allí donde había espacio para todos, para compartir y enriquecer esas maravillas creadas por la casa sin pensar en las obsesiones de sus habitantes, pareciera que ya no cabe casi ninguno.

Entonces la casa no entiende y se entristece y se enfurece. Se pregunta qué les pasa a esos hombres si les diseñó y construyó desinteresadamente los más amplios y hermosos campos y mares y cielos y bosques, y después los llenó de árboles y flores y pájaros y mariposas y peces, y además permitió que crecieran frutos de todos los colores y sabores, y puso todo aquello a disposición de su creatividad y buenos sentimientos, contando y confiando en su supuesta racionalidad o, mejor, en su humanidad.

Lloran hoy los mares y los árboles y los pájaros y las nubes y los caballos y las montañas. Les hemos hecho daño. Y lo seguimos haciendo. ¡Pobres, están condenados a compartir una misma casa con nosotros, no tienen más a dónde ir! Y entonces lloramos también los hombres porque nos envuelven sus lágrimas, llenas de dolor y desilusión, colmadas de incertidumbre.

Se entristece y se enfurece nuestra casa cuando le agradecemos dividiendo y destruyendo sin pensarlo su majestuosa y única creación.

Es una sola, que no se nos olvide.

 

Lobos

Tan acostumbrados estamos al horror, que la mayor parte del tiempo lo sentimos solo como el ruido de fondo de una historia inverosímil que se empeña en regresar cada vez que abrimos los ojos. Nos hemos convertido en el horror.

Les comparto un fragmento precioso de “La vida entera”, del escritor israelí David Grossman, en el que Ora le cuenta a Abram la situación que vivió con su hijo Ofer (un niño), para recordar que, con suerte, somos –hemos sido– ese tipo de ser humano que en un principio se sorprendió e intentó rechazar ese horror.

 

Ofer me preguntó de qué estaban hechas las albóndigas y yo murmuré cualquier cosa, seguramente le dije que eran unas bolas que se hacían con carne, porque él se quedó pensando un momento y me preguntó qué era la carne.

Abram hace un esfuerzo y se sienta. Se abraza las piernas.

La verdad es que Ilan siempre había dicho que estaba esperando que Ofer formulara esa pregunta, desde el mismo momento en el que empezó a hablar y, en realidad, desde el momento en que vimos el tipo de niño que era.

¿A qué te refieres con eso de «el tipo de niño que era»?

[…]

Bueno, pues le dije a Ofer que era eso, simplemente carne. Se lo dije con la mayor indiferencia. No es nada en especial, solo carne. Ya sabes, como la que comemos casi a diario. Carne.

[…]

Metí la cabeza en las profundidades de la nevera intentando ignorarlo y también por rehuir su mirada, pero él no cedió y me preguntó a quién le quitaban esa carne. Y te diré que a él le encantaba la carne, la ternera y el pollo sobre todo. Fuera de eso apenas comía nada, pero las albóndigas, los escalopes y las hamburguesas le encantaban. Estaba hecho un auténtico carnívoro, cosa que alegraba mucho a Ilan, y la verdad es que no sé por qué también a mí.

¿Cómo?

Que me alegraba de que le gustara la carne, no sé, la verdad es que era una satisfacción bastante primaria. ¿Lo entiendes, verdad?

 […]

Ofer se quedó pensativo un momento y después me preguntó por la vaca de la que se coge la carne. Quería saber si la carne le volvía a crecer de nuevo.

Si la carne le volvía a crecer de nuevo, repite Abram sonriendo.

Intenté escabullirme diciéndole que no exactamente, que no era exactamente así como sucedía, y entonces Ofer volvió a empezar a pasearse por la cocina, cada vez más deprisa, y como me di cuenta de que estaba muy preocupado, porque me llegó a preguntar abiertamente si a la vaca le quedaba una herida cuando se le quitaba la carne, a mí no me quedó más remedio que decirle que sí.

Abram la escucha repentinamente embelesado ante los ricos matices que aprecia en la escena que le está siendo descrita. Ve a Ora de pie en la cocina hablando con el niño y a este, enjuto, muy serio y preocupado, correteando por la estrecha cocina, tocándose el lóbulo de la oreja y mirando a su madre con impotencia. Abram, inconscientemente, se lleva la mano a la cara para protegerse de la insufrible lluvia de esquirlas provenientes del interior de ese hogar. La cocina, la nevera abierta, la mesa puesta para dos, los vapores que se elevan de las cazuelas puestas al fuego, la madre, el niño pequeño, su sufrimiento.

Y entonces me preguntó si se le quita la carne a la vaca cuando ya está muerta y así ya no le duele. Estaba intentando por todos los medios encontrar una salida honrosa a todo ese asunto, ya me entiendes, una salida honrosa para mí, pero de paso también para toda la humanidad, así que enseguida me di cuenta de que tenía que inventarme una mentira piadosa y que después, con el tiempo, cuando estuviera más fuerte, hubiera crecido y se hubiera empapado bien de proteína animal, ya llegaría el momento de darle a conocer lo que tú una vez llamaste «Hechos de vida y muerte». No te puedes ni imaginar lo muchísimo que Ilan se enfadó conmigo después por no haber sido capaz de inventarme algo, y encima tuve que darle la razón, porque la tenía. Y con la mirada encendida añade: porque con los niños hay que saber limar los cantos, ocultar cosas, suavizarles los hechos, no nos queda otra salida, qué se le va a hacer, pero yo… nunca fui capaz de hacerlo porque no estaba dispuesta a mentir.

[…]

Entonces Ofer se puso todavía más nervioso al verme callada y empezó a dar vueltas por la cocina como una peonza, yendo y viniendo, hablando consigo mismo, y me di cuenta de que ni siquiera era capaz de decir con palabras lo que sospechaba, hasta que al final, y eso no lo olvidaré jamás, bajó la cabeza y se quedó allí encogido, todo encorvado -con el más delicado de los gestos Ora se transforma en Ofer, es su cuerpo, es su cara, es la mirada del niño asomándose a los ojos de ella. Y Abram lo ve, lo está viendo, es Ofer, míralo, lo estás viendo, ya no podrás olvidarlo, no podrás estar sin él-, y a continuación me preguntó si había alguien que mataba a la vaca para quitarle la carne, y ¿qué podía responderle yo? Le dije que sí.

Al oírlo se puso a correr por toda la casa, de una punta a la otra, completamente enloquecido y gritando -Ora recuerda el fino aullido que no parecía la voz de Ofer, ni siquiera una voz humana, pero que brotaba de él-, tocaba los objetos, los muebles, los zapatos que había en el suelo, corría, gritaba y tocaba las llaves que estaban encima de la mesa, los picaportes de las puertas, la verdad es que resultaba sobrecogedor, parecía una especie de rito, no sé, como si se estuviera despidiendo de todo lo que…

Ora mira a Abram con ternura, entristecida por lo que le está contando y por lo que todavía él va a tener que oír y piensa en que lo está contagiando, como si de una enfermedad se tratara, del sufrimiento que supone la crianza de los hijos.

Ofer corrió hasta el final del pasillo, junto a la puerta del cuarto de baño, ya sabes, donde estaba el perchero de los abrigos, y desde allí se puso a gritar, ¿la matáis?, ¿matáis a la vaca para quitarle la carne?, ¡dímelo!, ¿sí?, ¿sí?, ¿se lo hacéis porque sí? Y en ese momento comprendí, quizá por primera vez en mi vida, lo que significa el hecho de que comamos seres vivos, lo que significa el hecho de que los matemos para comérnoslos, y cómo nos educamos para llegar a no comprender que en el plato tenemos la pata arrancada de un pollo, y que Ofer no estaba dispuesto a engañarse de esa manera, ¿lo entiendes? Él era un ser completamente transparente, susurra Ora, ¿y sabes lo que es tener un niño así en este mundo de mierda?

Abram se retrae. De repente siente en lo más profundo de sus entrañas el estremecimiento de pavor que sintió cuando Ora le contó que estaba embarazada.

Ella bebe agua de la botella y se lava la cara. Le tiende la botella y él, sin pensarlo, se echa el resto del agua por la cabeza.

De repente la expresión de su rostro se hizo impenetrable, es como si se hubiera encerrado en sí mismo, así -Ora se lo muestra apretando con fuerza los puños-, y después se puso a correr por todo el pasillo, desde el cuarto de baño hasta la cocina, y empezó a darme patadas, imagínate, algo que nunca había hecho, me daba patadas con todas sus fuerzas y gritaba, ¡sois como los lobos!, ¡las personas son como los lobos!, ¡no quiero estar con vosotros!”

 

Qué distinto sería el mundo si cada uno rescatara siquiera un pedazo de su origen.

 

Las personas más sabias se adoran a sí mismas y adoran las cosas que han fabricado con sus bocas y con sus manos […] Hombres y mujeres acostumbran fabricarse para sí mismos los dioses a su gusto y deseo; a fuerza de pellizcos y de sobos en la arcilla blanda de sus pensamientos, acaban mareándola de conformidad con sus apetencias. De ahí que cada cual se haya creado un dios de acuerdo con sus propios anhelos; y ese diosecito sufre pequeñas alteraciones según los cambios que sufre el estómago o las alteraciones que experimenta la salud. Vos, hermano mío, no creeréis esto que te digo. Tampoco yo lo creí la primera vez que me lo dijeron, pero ahora lo veo con toda naturalidad; hasta tal punto el pie, a fuerza de viajar, ha ido aflojando los agujeros del estribo de la fe.

Pero vos me contestaréis: ‘¿Qué nos importa a nosotros qué barba es la más larga, si la de Ahmed o la de Mahmud? Habladnos lo que sepáis de la satisfacción del anhelo.’

 

 

Un punto de vista del problema (Cuentos de la India) – Rudyard Kipling.

 

Cuando se sabe lo necesario

Salía de un almuerzo de trabajo y en la calle se me acercó una mujer de baja estatura, con arrugas en la cara producidas más por la vida que por la edad, para ofrecerme una bolsita de dulces. Con una sonrisa le agradecí y le dije que sería en otra ocasión.

– Tengo hambre –me dijo– Si quiere, usted misma me compra alguna cosita de comer aquí al frente.

Esas palabras a mí me atraviesan. Saqué un billete de dos mil pesos (un dólar) y se lo entregué con otra sonrisa.

– Dios la bendiga, más de lo que ya la ha bendecido… –me dijo sin saber nada de mí, pero sabiéndolo todo.

La luz del sur

“¡Ah, qué belleza de divisa!”, me dice un hombre, un mensajero que cruza la puerta de mi apartamento para entregarme una caja, mientras se acerca tímidamente para mirar más de cerca el balcón.

–        Con permiso –da unos pasos más– Me imagino cómo disfrutarán ustedes ahí –me dice sin apartar la mirada de las últimas gotas de luz que nos ofrece la ciudad.

–        ¡Muchas gracias! –le digo sonriendo y mirando con él.

–        Es el sur –me dice.

Y nos despedimos.

La normalidad

Hace veinte años que Rosita trabaja en la casa de mis papás –mi casa hasta hace unos meses. Y antes de eso, al llegar del Chocó a Medellín, trabajó con mi abuelita. Creció con nosotros y nos vio crecer. Se convirtió en parte de la familia.

Hace quince años, cuando yo tenía quince, Rosita tuvo a su única hija y le puso el nombre de la secretaria de mi papá: Jackeline. Además de parecerle muy bonito, conectó ese nacimiento de cierta manera con esa familia a la que le dedicaba sus días.

Recuerdo perfectamente los primeros años de Jackeline, cuando Rosita la llevaba a mi casa durante el día y ella se paraba en la puerta de mi cuarto a mirar sin parpadear. Era una chiquitina que corría por todas partes y cogía lo que se iba encontrando:

–        ¿Qué eto? –preguntaba sin cesar.

Ese es mi recuerdo de ella, pues esas visitas duraron hasta que cumplió unos tres años y empezó a estudiar. Después, solo oía su voz por teléfono cuando llamaba y, tímidamente, preguntaba por Rosita. Mi única otra conexión con ella era a través de los vestidos y la ropa que empecé a mandarle cuando dejó de ser una niña.

Pero el tiempo pasa y, hace dos semanas, Jackeline cumplió quince años, la edad que tenía yo cuando ella nació. Para esta ocasión pensamos que mandarle un regalo era demasiado simple, entonces decidimos invitarla a almorzar a la casa y cantarle el cumpleaños con torta, velas, bombas y demás, como lo haríamos con cualquiera de la familia.

El día llegó y Jackeline, una Jackeline grande y desconocida para nosotros, entró a la casa casi sin hablar. Fue difícil convencerla de que nos sentáramos en la misma mesa, pero una vez nos miramos alrededor de ese espacio, comimos, abrimos regalos, oímos las historias de los viajes al Chocó y recordamos momentos de todos estos años, conecté a la Jackeline de quince con la de tres años que se paraba a mirarme en la puerta de mi cuarto.

Esa tarde nos despedimos y Rosita nos agradeció como solo ella sabe hacerlo.

Dos días después, Rosita se le acercó a mi mamá a decirle lo especial que había sido para ellas ese momento y le contó lo que Jackeline le dijo al salir de nuestra casa:

–        Mami, yo nunca en la vida me los hubiera imaginado a ellos así. Yo pensaba que ellos eran muy pero muy altos, altísimos. Nunca creí, pero son normales.

Pero un hombre, sea judío o no, se habitúa a la guerra como difícilmente es capaz de habituarse a la paz, sobre todo si encuentra un jefe y, más importante que creer en él, cree en aquello en lo que él cree.

El evangelio según Jesucristo – José Saramago.

…es la propia vanidad del culto lo que demostrará la falsedad de los hombres.

[…]

Ocurrió que un profeta llamado Gad, que era vidente del rey y, por así decir, su intermediario para llegar al Altísimo, se le apareció a la mañana siguiente, al levantarse de la cama, y dijo, El señor manda preguntar qué es lo que prefieres, tres años de hambre sobre la tierra, tres meses de derrotas ante los enemigos que te persiguen o tres días de peste en toda la tierra. David no preguntó cuánta gente iba a morir caso por caso, calculó que en tres días, hasta de peste, siempre morirán menos personas que en tres meses de guerra o en tres años de hambre, Hágase tu voluntad, Señor, venga la peste, dijo. Y Dios dio orden a la peste y murieron setenta mil hombres del pueblo, sin contar mujeres y niños que, como de costumbre, no fueron registrados. Cuando acababa la cosa, el Señor se mostró de acuerdo en retirar la peste a cambio de un altar, pero los muertos estaban muertos, o porque Dios no pensó en ellos, o porque era inconveniente su resurrección.

 

El evangelio según Jesucristo – José Saramago.

El Valle de Nadie en CNN en Español

Entrevista con Pablo Jacobsen para su podcast Máximo Desempeño, de Revista Semana

Autora

Soy Catalina Franco Restrepo, periodista, viajera y lectora incansable. Aprendiz de escritora. Soy colombiana y vivo en Colombia, pero he viajado por 47 países y vivido en Estados Unidos, Canadá y España. Tengo un máster en Relaciones Internacionales y Comunicación de la Universidad Complutense de Madrid porque soy adicta a entender cómo funciona este mundo maravilloso, complejo y tantas veces tan doloroso. Después de hacer una práctica en CNN en Atlanta, he trabajado en medios de comunicación como La W, en editoriales como el Taller de Edición y en distintas empresas como asesora de comunicaciones y relaciones públicas. He hecho traducciones y escrito para distintos medios nacionales e internacionales (actualmente soy columnista de la revista Cronopio). En resumen, a partir de mis lecturas y mis viajes intento comprender el mundo, siento más cerca su dolor y su magia, e intento escribir para compartir un poco de todo eso.

En 2018 publiqué mi primera novela: El valle de nadie (disponible en Amazon).

En cuanto a este blog, hay espacio para mis textos sobre lo que me conmueve, para opiniones sobre el mundo y también para compartir la riqueza del planeta a través de relatos e imágenes de viaje.

Entrevista El Tiempo Televisión sobre El Valle de Nadie

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