El vestido del cuerpo

La piel es la parte más superficial del vestido humano. Es lo más exterior, lo que protege, como un abrigo, lo esencial, que está muy adentro y que, a su vez, se asoma a veces para personificar esa piel a través de lágrimas y sonrisas. Solo lo de adentro transforma lo de afuera, más lo de afuera no condiciona lo esencial.

A la piel la queremos y la cuidamos también, es valiosa, resistente y es, además, preciosa: tiene tonos y texturas diversas que solo nos recuerdan la riqueza de la diversidad de la humanidad. Es decir, la riqueza de un mismo grupo, de seres que tienen lo mismo por dentro.

La piel protege, entre muchas otras partes vitales, el corazón y el cerebro, que se conectan poderosamente en ese interior maravilloso para posibilitar la existencia de seres humanos únicos entre miles de millones: únicos en su humanidad, adornados por colores y formas y gustos y saberes y sonidos que le dan forma a esa unicidad, pero que son eso, adornos, cuando de la esencia humana se trata.

El hogar no dejará jamás de ser el hogar porque se le cambien las puertas y las ventanas, o porque las paredes se pinten de otro color. El alma está en quien lo habita. Es maravilloso que la naturaleza haya posibilitado un interior profundo creando a su vez vestidos naturales que nos permitan observarnos aprendiendo y admirando la diversidad. En ese sentido no nos hizo tan ricos como a los pájaros, las flores y las mariposas, que aun con miles de variedades de formas y colores siguen siendo pájaros, flores y mariposas, pero nos dio ese vestido bonito que abriga un alma tan profunda, que jamás terminaremos de descifrar. No permitamos que el vestido nos genere frío en vez de calor, miedo en lugar de protección. Dejemos que nos abrigue como una sola humanidad.

Miradas de iguales

Hace un par de días me orillé en la carretera para comprar un postre en una pequeña caseta. Apenas vio que el carro se detenía, el chico que la atendía se levantó rápidamente y se acercó a la ventana. Al oír mi saludo –antes que alguna instrucción sobre lo que quería–, me devolvió una sonrisa enorme y sincera, y sus ojos brillaron.

No fue una transacción, no hubo invisibilidad: yo no miraba el postre y él no miraba el dinero que le entregué; nos mirábamos el uno al otro, seres humanos vivos durante unos segundos de igualdad.

 

Mirar al suelo

Me llama mi esposo a contarme que compró unas cosas en un mercado y que al final, cuando un empleado le ayudó a llevar los paquetes al carro, sacó un billete de dos mil pesos y él le pidió que por favor lo pusiera en el suelo porque les prohibían recibir plata. Era venezolano, me dijo mi esposo.

Entonces pienso yo en qué condenado mundo una persona que ha salido de su país porque allá todo es una mierda, a buscarse la vida en otro que también se la lucha, sin que le puedan entregar dos mil tristes pesos en la mano por un esfuerzo adicional que hizo para prestarle un buen servicio al cliente de la empresa que se lo prohíbe y, finalmente, tener que pedir en voz baja que se los tiren al piso, como para subir más la moral de la dolorosa supervivencia, para recoger como basura esos tres pesos de más que esa noche harán la diferencia.

Duele como funcionamos. Duele la necesidad de ese hombre que probablemente cada día pide que le sigan atando su mirada al suelo.

 

Pasión y transformación

La plata está en el centro de todo y se convierte en el medio y el fin de nuestra existencia. Y eso es lo que les enseñamos a los niños desde que se empiezan a formar. Eso es lo que pasa.

El director de cine Michael Moore documentó en un video la experiencia que tuvo en Finlandia aprendiendo sobre el método de la educación en ese país, que hoy tiene los mejores estudiantes del mundo.

Resulta que hace unos años Finlandia tenía estudiantes igual de aburridos y frustrados que en muchos otros países, incluido Estados Unidos. Entonces decidieron implementar nuevas ideas hasta llegar a que hoy los niños tengan la jornada escolar más corta de cualquier país occidental (20 horas a la semana); prácticamente no tengan tareas; les den la misma importancia al arte, la música y el deporte que a las demás materias; y se les dé prioridad a los intereses particulares de los niños y al tiempo libre para que desarrollen su cerebro haciendo lo que más les gusta, además de algo más o menos importante: aprender a formarse como seres humanos.

Entonces cuentan los entrevistados que en Finlandia no existe esa obsesión desesperante por “buscar colegio”: no hay colegios mejores que otros porque no hay educación privada, sino que el estado maneja absolutamente todos los colegios, que son iguales, y, por lo tanto, el mejor colegio para cada uno es el que le queda más cerca.

Lo más importante es lo siguiente: los niños ricos y pobres estudian juntos y aprenden lo mismo, se respetan y son amigos, por lo tanto, aprenden y viven la esencia de la igualdad, y probablemente construyan relaciones, ideas y proyectos para trabajar juntos después, aprovechando el talento de todos, que no depende de cuánta plata tiene cada uno ni del color de la piel.

Así mismo, explican, los papás de los niños más ricos querrán asegurarse de que los colegios sean excelentes, en su totalidad porque todos son iguales, y así todos los niños tendrán una educación de la más alta calidad, además de tiempo para darles libertad a la mente y al alma.

Probablemente todos conocemos a alguien muy talentoso en algo que ya no pudo ser. Por la plata: o es pobre y no tiene con qué explotar ese talento ni se atreve a intentarlo, o es rico y le da miedo dedicarse a algo que no le dé más plata.

Nos hemos olvidado de la pasión, del talento, de la grandeza y la capacidad de los seres humanos, poniendo al dinero en el centro de todo: estudia en el colegio que puedas pagar, estudia con los que tienen la misma plata que tú, estudia lo que te asegure conseguir un trabajo en el que ganes suficiente plata, deja tu pasión como hobbie porque probablemente no sirve para nada, solo los que tienen igual o más dinero que tú son dignos de tu respeto.

Entonces se pierden ideas y mentes brillantes, se separan colegios, barrios, posibilidades y seres humanos, que después se matan entre ellos (probablemente por plata).

La educación es la esencia de una sociedad. Se puede hacer de un niño un monstruo o un gran ser humano con el poder de transformar positivamente su alrededor.

 

En voz baja

Nadie debería sentirse menos que nadie. La cantidad de billetes en el banco o en el bolsillo no debería establecer clasificaciones entre los seres humanos y determinar quiénes miran hacia arriba y quiénes hacia abajo. No debería cambiar la forma de ser, de sentir y de actuar de las personas.

Hace poco se enfermó la mujer que nos ayuda en mi casa y vino, digámosle Anita, a reemplazarla durante un tiempo.

Anita es del Chocó, habla muy pasito, no mira a los ojos. Desde que llegó intenté mostrarle que en mi casa nadie era menos que nadie y hacerla sentir que su trabajo era valioso.

– A usted todo le gusta, doña Catalina. Gracias por ser tan amable. Hay personas que lo tratan muy mal a uno –me dijo una vez mientras yo almorzaba.

Pero me seguía diciendo “doña Catalina” y cuando yo le empecé a decir “doña Anita” me respondía “¡cómo así que doña Anita!”, mirando el piso y con risa nerviosa.

A veces ella me preguntaba cómo hacer alguna cosa y yo le decía que como a ella le pareciera mejor. La respuesta era un no rotundo: yo era la que tenía que decir cómo se hacía porque solo así estaría bien.

Sin falta, cuando iba a salir de mi casa, me pedía que por favor le revisara el bolso. Yo, con la respiración cortada ante algo tan absurdo, le pedía inútilmente que lo cerrara, que no tenía que mostrarme nada.

Desde el momento en el que un ser humano parte de que es menos, de que los demás asumen que va a hacer algo malo, de que son los otros los que siempre tienen la razón, cuando no puede mirar a los ojos y llamar a los demás por su nombre, cuando es incapaz de afirmar algo y de expresar lo que piensa, algo se rompe en el mundo.

Finalmente, la persona que trabajaba conmigo antes se alivió y ayer por la tarde me despedí de Anita, con el corazón arrugado. Le dije que le agradecía enormemente su trabajo y que quería recomendársela a alguien cercano a mí, a una amiga que tenía un bebé de dos años.

– Anita, ¿te gustan los niños? –le pregunté.

– Ah, yo no sé, usted es la que sabe –me respondió mirando hacia el suelo, casi no se le oía la voz.

– ¿Yo sé si te gustan los niños? ¿Cómo voy a saberlo yo?

– Usted es la que sabe –fue lo único que pudo afirmar.

Es como una roca, con unos ojos muertos que le convierten en el típico negro de pesadilla que te asalta en la calleja peor iluminada del peor barrio de Nueva York. Pero basta que le oigas hablar durante cinco minutos para que empiecen a llegarte otros mensajes. Mensajes de dolor, sabes. Por Dios, pero si no es más que un chiquillo… Un niño asustado. Estos chicos crecen en el ghetto olvidados de todo el mundo. Están aterrados. Se rodean de un muro de machismo, creyendo que eso servirá para protegerles, pero en realidad se les puede destruir en cuestión de segundos. Eso es lo que temen: que les destruyan.

 

La hoguera de las vanidades. Tom Wolfe.

La normalidad

Hace veinte años que Rosita trabaja en la casa de mis papás –mi casa hasta hace unos meses. Y antes de eso, al llegar del Chocó a Medellín, trabajó con mi abuelita. Creció con nosotros y nos vio crecer. Se convirtió en parte de la familia.

Hace quince años, cuando yo tenía quince, Rosita tuvo a su única hija y le puso el nombre de la secretaria de mi papá: Jackeline. Además de parecerle muy bonito, conectó ese nacimiento de cierta manera con esa familia a la que le dedicaba sus días.

Recuerdo perfectamente los primeros años de Jackeline, cuando Rosita la llevaba a mi casa durante el día y ella se paraba en la puerta de mi cuarto a mirar sin parpadear. Era una chiquitina que corría por todas partes y cogía lo que se iba encontrando:

–        ¿Qué eto? –preguntaba sin cesar.

Ese es mi recuerdo de ella, pues esas visitas duraron hasta que cumplió unos tres años y empezó a estudiar. Después, solo oía su voz por teléfono cuando llamaba y, tímidamente, preguntaba por Rosita. Mi única otra conexión con ella era a través de los vestidos y la ropa que empecé a mandarle cuando dejó de ser una niña.

Pero el tiempo pasa y, hace dos semanas, Jackeline cumplió quince años, la edad que tenía yo cuando ella nació. Para esta ocasión pensamos que mandarle un regalo era demasiado simple, entonces decidimos invitarla a almorzar a la casa y cantarle el cumpleaños con torta, velas, bombas y demás, como lo haríamos con cualquiera de la familia.

El día llegó y Jackeline, una Jackeline grande y desconocida para nosotros, entró a la casa casi sin hablar. Fue difícil convencerla de que nos sentáramos en la misma mesa, pero una vez nos miramos alrededor de ese espacio, comimos, abrimos regalos, oímos las historias de los viajes al Chocó y recordamos momentos de todos estos años, conecté a la Jackeline de quince con la de tres años que se paraba a mirarme en la puerta de mi cuarto.

Esa tarde nos despedimos y Rosita nos agradeció como solo ella sabe hacerlo.

Dos días después, Rosita se le acercó a mi mamá a decirle lo especial que había sido para ellas ese momento y le contó lo que Jackeline le dijo al salir de nuestra casa:

–        Mami, yo nunca en la vida me los hubiera imaginado a ellos así. Yo pensaba que ellos eran muy pero muy altos, altísimos. Nunca creí, pero son normales.

Días de hambre para entender la paz

Tras una operación sencilla, mi mamá se recuperaba en la cama de un hospital. El segundo día, tras casi una semana de no comer casi nada, la llamé a primera hora para saber cómo había amanecido.

Ella, que es una persona dulce y paciente, me respondió acelerada, que tenía hambre y que nadie le llevaba algo para desayunar, que estaba desesperada y que quería salir ya de ahí. Asustada por oírle un tono de voz diferente y cansado, le dije que se tranquilizara y que trataría de organizar lo de su desayuno. Se despidió con el mismo tono, irreconocible.

Una hora después la volví a llamar y me contestó la mujer de siempre, tranquila, con su voz sonriente.

–        ¿Te sientes mejor? –le pregunté.

–        Sí, ya pude desayunar, por fin comí un poquito de pan, una tajada de jamón y agua con un poquito de chocolate –me respondió.

Aliviada, continué mi trabajo por la mañana y al medio día la recogí en la clínica para llevarla a su casa. Eran días políticos, días electorales y de discusiones sobre la paz. Nos sentamos a almorzar y la vi comer como pocas veces, saboreándose cada bocado, incluso esos que no se podía comer todavía.

–        Mami, ¿te acuerdas de como me contestaste esta mañana, desesperada y mal geniada porque no habías podido comer? –le pregunté.

–        Sí… –me respondió con un poco de timidez.

–        Pues me gustaría que pensaras en cómo se siente una persona que todos los días de su vida sale de su casa con hambre, o deja a su mamá o a su hijo hambrientos.

 

En definitiva es verdad lo que se dice, que hay enormísima diferencia entre comer y no haber comido.

El Evangelio según Jesucristo -José Saramago.

El Valle de Nadie en CNN en Español

Entrevista con Pablo Jacobsen para su podcast Máximo Desempeño, de Revista Semana

Autora

Soy Catalina Franco Restrepo, periodista, viajera y lectora incansable. Aprendiz de escritora. Soy colombiana y vivo en Colombia, pero he viajado por 47 países y vivido en Estados Unidos, Canadá y España. Tengo un máster en Relaciones Internacionales y Comunicación de la Universidad Complutense de Madrid porque soy adicta a entender cómo funciona este mundo maravilloso, complejo y tantas veces tan doloroso. Después de hacer una práctica en CNN en Atlanta, he trabajado en medios de comunicación como La W, en editoriales como el Taller de Edición y en distintas empresas como asesora de comunicaciones y relaciones públicas. He hecho traducciones y escrito para distintos medios nacionales e internacionales (actualmente soy columnista de la revista Cronopio). En resumen, a partir de mis lecturas y mis viajes intento comprender el mundo, siento más cerca su dolor y su magia, e intento escribir para compartir un poco de todo eso.

En 2018 publiqué mi primera novela: El valle de nadie (disponible en Amazon).

En cuanto a este blog, hay espacio para mis textos sobre lo que me conmueve, para opiniones sobre el mundo y también para compartir la riqueza del planeta a través de relatos e imágenes de viaje.

Entrevista El Tiempo Televisión sobre El Valle de Nadie

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