Blanco (mi columna de hoy en No Apto)

Haciendo clic en el enlace arriba pueden leer ‘Blanco’, mi columna de hoy en No Apto, sobre lo que Saramago llamó “el lugar mágico del voto en blanco” en su Ensayo sobre la lucidez, sobre esa posibilidad de ejercer la libertad desde la moral. Yo voto en blanco porque necesito mínimamente intuir un buen ser humano.

Lo pavoroso y lo bello (mi columna en No Apto)

“Creo que en este país el pasado carga tanta sangre y pesa tanto, que nos ha hecho olvidarnos de que el presente apenas está ocurriendo y que no tiene que repetir lo que no queremos volver a ver.” Siguiendo el enlace arriba pueden leer ‘Lo pavoroso y lo bello’, mi columna de hoy en No Apto.

El yo más íntimo (mi columna en No Apto)

Siguiendo el enlace anterior pueden leer ‘El yo más íntimo’, mi columna en No Apto sobre esos valores que uno defiende porque forman la propia mirada frente a la vida, recordando la columna de Juan Gabriel Vásquez sobre Zweig y Montaigne, hombres de centro, y sobre la importancia de ser uno mismo.

Fragilidad (mi columna en No Apto)

En el enlace arriba pueden leer ‘Fragilidad’, mi columna en No Apto sobre una experiencia que viví en Vietnam como una forma de esperanza para educar desde la fragilidad y los grises de la vida, de modo que la valentía que celebramos esté ligada a la compasión, a la delicadeza.

Elijo humanidad (mi columna en No Apto)

Escribo en No Apto sobre por qué elijo el centro, que es para mí elegir humanidad. Voto por un país de libertades, que no respete más unas vidas que otras, que abrace al medio ambiente y en el que la educación prime sobre el castigo, a ver si logramos paz.

Repetir el horror (mi columna en No Apto)

Haciendo clic en el enlace arriba pueden leer ‘Repetir el horror’, mi columna de hoy en No Apto, en la que hablo sobre cómo si las naciones se dedican a formar guerreros en vez de seres humanos, tendremos un mundo condenado a repetir una y otra vez el horror.

Aborto (mi columna en No Apto)

Haciendo clic en el link arriba pueden leer ‘Aborto’, mi columna de hoy en No Apto, sobre cómo queda vacía la palabra ‘vida’ cuando se defiende como biología y no como humanidad, borrando el universo complejo que es cada mujer, pura vida y pura lucha y, siempre, dueña de su cuerpo, libre.

Espejos

El sol arde sobre la represa de Guatapé. Distorsionamos el espejo que forma el agua al entrar en una bahía recluida, preciosa, en la que reinaba el silencio. Descubrimos una pequeña barca de pescadores cerca de una orilla. ¡Maldita sea!, han de pensar, porque al romper el espejo seguro también espantamos los peces, que esa tarde están escasos.

Avanzamos lo más suavemente posible y, a pesar del malestar que podemos causar, levantamos la mano para saludarlos. Responden con el mismo gesto, sin mucho entusiasmo. Nos detenemos en otra orilla y el espejo se va recomponiendo. Vuelve la calma absoluta, aunque al parecer no los peces. La barca recorre su orilla despacio y cada vez está más cerca. Les preguntamos cómo va la pesca y dicen que mal, no ha picado nada y ya va más de la mitad del día. Les ofrecemos un paquete de maíz tostado y se acercan para recibirlo, agradecidos, se ha borrado un poco la distancia.

– Hay días muy malos y cada vez hay menos pescado. Las redes acaban con todo. Y el clima también ha cambiado mucho. Antes el sol no era así. Todos esos cultivos lo han hecho cambiar… —nos cuentan, serios.

Uno es joven, el otro tendrá entre cincuenta y sesenta años, aunque en el campo uno nunca sabe. El joven se come un maíz tras otro y yo me alegro de habérselos dado, porque al principio dudé de que les gustara, pero era lo que teníamos.

– Nunca lo había probado —nos dice. Y sigue comiendo sin parar.

Conversamos sobre lo bonita que es la represa y les preguntamos de dónde son. Nos cuentan que van en moto desde San Vicente y le alquilan esa barquita a una señora. Así que hoy, que no han pescado, van perdiendo el transporte y el alquiler. Y siguen ahí, al sol.

– ¿Y entonces ustedes le regalan pescado a la señora?

– Qué va, la señora es de las que pesca con red. Antes ella nos debería dar, pero no nos da —y vuelven al silencio, todavía serios.

Solo tenemos dos cervezas frías, pero no se me ocurre un mejor destino en el universo que esos pescadores que se van rindiendo en esa jornada ardiente.

– ¿Les gusta la cerveza?

Se dibuja por primera vez una sonrisa. La reciben y la destapan en segundos. Les pedimos que por favor se lleven con ellos las latas y el paquete, para no ensuciar la represa.

– Pues claro, son los turistas los que tiran toda la basura. Y los ricos los que llegan y cortan todos los árboles para construir. Si esto no fuera reserva, estaría arrasado —aseguran, dándole un trago a la cerveza y un respiro a la pesca durante algunos minutos.

– Nosotros queremos y cuidamos mucho la naturaleza. Nos duele cuando la maltratan… —les decimos.

Los vemos cambiar, mirarnos con otros ojos.

– Si todo el mundo fuera como ustedes, sería una belleza —afirma el joven, que era el más serio.

– Hay que cuidar este paraíso. Es que ustedes trabajan en un paraíso…

– Sí, es muy bonito y el campo es muy bueno, pero también es más duro. En la ciudad uno gana más. En el campo gana lo justo para comer y a veces no le queda ni para el fresco…

Yo me retuerzo pensando en cuánto nos demoramos en sacar esas cervezas. Pero me alegra ver las caras más relajadas, ya no sentirnos como un estorbo, sino como cuatro personas conversando sobre la vida.

– Antes uno veía nadar el ganado, era bonito. Yo hace mucho no lo veo ya nadar. ¿Usted ha visto nadar el ganado? —le pregunta el joven al otro.

– Sí, claro, antes lo veía cruzar nadando de una orilla a otra, todos en filita —responde.

– Qué bonito sería verlo —les decimos.

Terminan la cerveza y hay un silencio prolongado, hasta que recogen y prenden el motor.

– Hasta luego, mi Dios les pague —dicen.

Nos despedimos y salimos despacio de la bahía. Les voleo la mano y el más viejo, como un niño, me responde igual. Es el espejo de la vida. Y me hace sonreír.

Empatía, siempre

Siempre me dejan pensando las ambulancias a su paso. Me queda una mezcla de angustia y esperanza. Angustia por el afán ruidoso, desesperado y caótico de ese intento por salvar la vida que se escapa. Esperanza por comprobar, cada vez, cómo los demás creamos rápidamente el espacio aunque parezca imposible, moviéndonos en medio de atascos para que no se escape la vida de ese desconocido a quien solo podemos acercarnos a través de la empatía, del dolor compartido en la distancia por el hecho de ser humanos, de podérnoslo imaginar.

Entonces pienso: ojalá así fuera todo. Ojalá mostráramos esa empatía con más frecuencia, entender que al otro, en medio de sus circunstancias únicas, le duele, lucha como puede. Que podría ser mi madre, podría ser yo. Que esta vez, por suerte, no lo es, no lo soy, pero podría ser. Al paso de una ambulancia no pensamos “si le dio un infarto era porque se alimentaba mal y no hacía ejercicio” ni nos quedamos quietos porque no es con nosotros. Somos solidarios con la desventura del otro sin ahondar en razones.

Hace unos días cayó un aguacero fuerte por la noche en una playa colombiana. En la región estaban esperando el agua, que hacía falta. Y de noche se sentía ese sonido maravilloso de las gotas golpeando las hojas de las palmeras, mientras estábamos confortables y protegidos en la cama. Siempre celebro esa sensación en voz alta, pero me sigue un pensamiento sobre a cuántas personas estará afectando la lluvia, quién estará pasando frío, incluso pienso en los nidos sobre los árboles…

La mañana siguiente una mujer que vivía en la zona y con quien teníamos contacto diario llegó sonriente como de costumbre. En medio de la conversación nos contó que vivía en una casita de paja y que se le había entrado el agua por la noche, pero que no había problema porque solo se le había mojado un mueble con ropa, que ya había limpiado la mitad y que al día siguiente terminaría. También nos encontramos un pichón de azulejo que se había caído del nido (aunque logramos ponerlo a salvo y que los padres lo siguieran alimentando).

Qué fortuna tan silenciosa la que domina algunas vidas. No hace ruido y por eso casi no nos damos cuenta. Pero hay que salir de la burbuja con más frecuencia para conocer, entender y sentir mejor el mundo. Me gusta un ejemplo sobre los idiomas: cuando se nace en el país de las oportunidades, en donde casi todo funciona, prácticamente no se mira para afuera, y por eso en lugares como Estados Unidos muchas personas no se interesan, por ejemplo, en aprender otro idioma. ¿Para qué? En cambio, cuando se nace en sitios con circunstancias distintas, intentamos explorar cómo es lo demás, dónde hay mejores oportunidades, qué idiomas nos pueden ayudar a crecer. Y qué montón de posibilidades vienen con eso.

Aunque incomode, mirar afuera, salirse de la propia burbuja, siempre amplía la mente. Y aún más si partimos del privilegio, que tantas veces anestesia. Intentar pensar en la situación del otro y sentirla a través de la empatía que posibilita el hecho de ser humanos es lo que nos permite que tenga más fuerza la esperanza que la angustia, no solo cuando pasa una ambulancia, sino en lo más profundo de la vida.

En esa misma playa casi desierta de turistas en estos tiempos extraños, un vendedor de tatuajes temporales que cargaba su tabla de muestras bajo el sol se detuvo al ver al hijo de tres años de la mujer de la casa de paja. Paró, descargó su tabla en la arena, le mostró las posibilidades al niño y le puso en la barriga el tatuaje que escogió. Todo en silencio, ante la sonrisa callada de la madre, hasta que el pequeño salió corriendo con la panza pintada y el señor volvió a cargar su tabla para seguir el recorrido bajo el sol.

Es la empatía, aun en el que menos tiene, como un deber moral y humano en el que no hay que parar a pensar, sino actuar. Como cuando pasa la ambulancia y, aunque no haya espacio, nos movemos inmediatamente. Es lo que hay que hacer.

Empatía, siempre.

Celebrar la abundancia

En Colombia somos ricos, el problema es que nos matamos. Nos despertamos cada día en medio de una abundancia de vida y belleza que de alguna manera, en vez de hacer que deslumbrados las protejamos a toda costa, parece haberles rebajado su valor en este mundo tan pendiente de la oferta y la demanda de todo, de ganar algo siempre, por encima de la vida, que se aferra con las uñas a ver si la vemos.

Basta con observar la naturaleza, por ejemplo a los pájaros, para entender el valor que tiene la vida naturalmente para una especie. Estos primeros meses del año he tenido el privilegio de contemplar de cerca el proceso de una familia de pájaros carpinteros que hicieron su nido en un árbol frente a mi balcón.

Identifiqué el nido cuando empecé a oír el martilleo permanente: el pájaro adulto se turnaba con su pareja para pulir la redondez del agujero en el tronco de un pino, así como los detalles internos (que me quedé con las ganas de ver), trabajando más de doce horas al día entre picotear y botar el aserrín que iban produciendo. El uno martillaba un rato y después de tirar los deshechos llamaba al otro, que inmediatamente llegaba al nido relevando al primero, que volaba. Poco a poco empezaron a martillar con menor frecuencia, pasando más tiempo por fuera, asumo que buscando alimento (creo que comieron muy poco mientras construían el nido).

Una mañana oí un ruido muy particular y corrí a mirar por los binóculos: habían nacido los bebés y chillaban al recibir a papá o mamá que llegaban con alimento. Siguieron días de gran trabajo de los padres en busca de comida para llevarles a los carpinteritos con muchísima frecuencia. El adulto alimentaba a los bebés desde el exterior del nido, después entraba y recogía la basura durante algunos segundos para luego asomarse con ella en el pico, revisar las condiciones exteriores y salir volando a botarla lejos.

He visto crecer estos pajaritos, que ya hoy tienen sus plumas de colores, imitan el canto con el que se llaman los adultos y se asoman sacando medio cuerpo del nido para descubrir ese mundo al que pronto saldrán a volar. Desde ya son exigentes con sus padres: chillan cada vez más duro y con más frecuencia, y no miden la fuerza con la que picotean cuando les llevan el alimento, todavía muchas veces al día.

Hay una gran belleza en el proceso del que he sido testigo. Admiro a estos pájaros que trabajan incansablemente para construir su hogar en las mejores condiciones posibles y después sacar adelante a sus polluelos, enseñándoles todo lo que deben saber. Leía hace poco en El ingenio de los pájaros, de Jennifer Ackerman, que las aves tienen una inteligencia asombrosa que hoy se estudia más que antes: su cerebro es grande en comparación con el tamaño de su cuerpo, pero no es solo la dimensión, sino la concentración de neuronas en zonas clave lo que hace de los pájaros seres maravillosos que tienen comportamientos comparables con los de los chimpancés.

Hablaban en el libro de cómo la infancia prolongada, es decir, los pájaros que no nacen casi listos para independizarse, sino que deben permanecer en el nido durante semanas o meses recibiendo el alimento y cuidado de sus padres, tienen un mayor desarrollo del cerebro en ese periodo por lo que después se consideran aves ‘más inteligentes’. Así como los seres humanos, para quienes esa infancia prolongada es tan importante, por lo cual los niños que dejan de ser niños temprano al verse obligados a trabajar, por ejemplo, o que no reciben la nutrición adecuada cuando se está formando su cerebro, tienen dificultades particulares en su desarrollo.

Las aves guardan alimentos en distintos sitios distribuidos en decenas de kilómetros y después recuerdan esos lugares y qué alimentos dejaron primero o se dañan más rápido para recuperarlos antes que los demás, y también vuelan miles de kilómetros con una orientación imposible para un ser humano sin sus herramientas tecnológicas. Son las maravillas de los distintos tipos de vida que abundan en la naturaleza.

Hace unos días trabajaba sobre un sofá cuando una libélula azul rey se posó a mi lado y se quedó quieta mientras la observaba fascinada y le tomaba una foto para recordar su belleza. Al rato la vi desesperada luchando contra un ventanal alto del que no podría escapar, agotada o sin poder alimentarse por demasiado tiempo. Entonces pensé en el milagro de su vida azul, pequeña y distinta, en su tranquilidad cuando la contemplaba y en cómo podía honrar ese segundo encuentro. Así que hice un operativo de suma de herramientas para poder llegar tan alto y logré de nuevo su confianza para que se montara a la vara que le ofrecí. Entonces la saqué y la vi volar, azul, libre, viva, agradecida.

Leí también esta semana sobre la preocupante situación de la salud mental en distintos países y pensé que sí, que la existencia es difícil, que a veces el cansancio se siente infinito y que se suman muchos hechos para que el futuro parezca más oscuro. Pero recordé el nido de los carpinteros, la libélula azul y todos los colores y la vida que representan. Si tan solo supiéramos contemplarlos para protegerlos, para amar la diversidad, la belleza, la abundancia. Si esa abundancia fuera en contra de cualquier costumbre e hiciera que aumentara su valor, que no estuviéramos dispuestos a perder ni uno solo de sus detalles. Si en vez de matarnos nos dedicáramos a celebrarla.

El Valle de Nadie en CNN en Español

Entrevista con Pablo Jacobsen para su podcast Máximo Desempeño, de Revista Semana

Autora

Soy Catalina Franco Restrepo, periodista, viajera y lectora incansable. Aprendiz de escritora. Soy colombiana y vivo en Colombia, pero he viajado por 47 países y vivido en Estados Unidos, Canadá y España. Tengo un máster en Relaciones Internacionales y Comunicación de la Universidad Complutense de Madrid porque soy adicta a entender cómo funciona este mundo maravilloso, complejo y tantas veces tan doloroso. Después de hacer una práctica en CNN en Atlanta, he trabajado en medios de comunicación como La W, en editoriales como el Taller de Edición y en distintas empresas como asesora de comunicaciones y relaciones públicas. He hecho traducciones y escrito para distintos medios nacionales e internacionales (actualmente soy columnista de la revista Cronopio). En resumen, a partir de mis lecturas y mis viajes intento comprender el mundo, siento más cerca su dolor y su magia, e intento escribir para compartir un poco de todo eso.

En 2018 publiqué mi primera novela: El valle de nadie (disponible en Amazon).

En cuanto a este blog, hay espacio para mis textos sobre lo que me conmueve, para opiniones sobre el mundo y también para compartir la riqueza del planeta a través de relatos e imágenes de viaje.

Entrevista El Tiempo Televisión sobre El Valle de Nadie

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