El sonido de la vida

El alma de las personas es rescatable. Así sea por unos segundos, incluso por algunos minutos. Por diversas razones, las almas se duermen, se pierden, se van borrando de a poquitos, encogiéndose y enmudeciendo hasta casi desaparecer, o al menos eso parece para quien observa el cuerpo desde afuera.

Hace algunos meses he visto, también de a poquitos y con cierta cercanía, a algunas de esas almas que parecen haberse alejado de sí mismas y de todo. Ha sido visitando a mi abuela, que tiene un alma que aún baila con la vida y recuerda en voz alta la mayoría de sus andanzas, sobre todo las más antiguas y cada vez menos las recientes. La visito en un lugar para personas mayores, en el que tienen cuidados permanentes que hacen la vida más fácil y más tranquila para ellos y para sus familias. Nada de esas imágenes deprimentes en las que piensa uno cuando le hablan de ese tipo de lugares. O, bueno, si por deprimente tomamos el mirar de frente a la vejez, al destino obligado de cualquier ser humano que supere cierta edad, pues sí, se congela el alma cuando la bola de cristal no hace parte de ningún cuento de hadas. Pero no deprimente en el sentido del abandono y la muerte en vida. Aunque para los más solos tal vez sí lo sea… Pero en este lugar he visto resucitar almas por segundos y eso me ha hecho pensar en lo sencilla y lo bonita que es la esencia de la vida, y en lo fácil que es olvidarse de esa sencillez y esa belleza.

Llego, entonces, a la habitación de mi abuela y apenas me asomo, en su cara se dibuja una sonrisa enorme y se abren sus brazos, enormes también. Me clavo en ese abrazo y pienso que debería hacerlo tantas más veces. Tal vez me salve más a mí ese abrazo que a ella. Y conversamos y me cuenta historias y le digo que está preciosa y me dice que pues cómo, que ya está muy vieja, y le digo que de vieja nada, que su esencia bella se ve por todos lados, y me dice muerta de la risa que qué montón de viejos los que hay en ese lugar y que uno de esos viejos le propuso matrimonio pero que de eso nada, y me dice que a las tres llega Edward, el cantante que va los jueves por la tarde a rescatar almas con la música (eso lo he deducido yo).

Se levanta como un resorte sin acordarse del bastón porque vamos a ir juntas a oír cantar a Edward y ella va a bailar. Entonces caminamos con los brazos en gancho y llegamos temprano para coger buen puesto. Se va llenando el salón y mi abuela me dice, otra vez entre risas, que qué juventud la que hay en ese lugar. Se ríe de la vida, porque qué más. Y yo me río con ella y la abrazo y le digo que ella es la más bonita de todas y que su baile es el que anima la fiesta. Empieza a cantar Edward, el rescatador de almas, acercándose a algunas personas, mencionando sus nombres en las canciones, arrodillándose ante los que no se pueden parar y cantando delicadamente desde lo profundo frente a los que lo oyen desde algún universo lejano.

Así, despacio, empiezan a resucitar las almas. Mi abuela y yo cogidas de la mano, ella cantando y yo sintiendo el calor de sus dedos entrelazados con los míos, mirándola sentir las palabras que canta y queriendo grabarlo en mi mente para siempre. Una mujer sola que me han contado que tiene demencia y no habla con nadie, con su mirada perdida y su espalda encorvada, empieza a mover la boca de a pocos, a hilar las palabras de una canción que lleva por dentro, que la conecta con algún otro tiempo y la saca de la niebla, una música que la hace sentir viva y le recuerda que ella también cantó. Otra mujer de pelo completamente desteñido y ojos negros redondos en los que casi no hay blanco mira al infinito, y yo me doy cuenta de que cuando Edward se arrodilla frente a ella y le canta, esas pupilas se mueven de manera casi imperceptible pero lo miran a él, enfocan su atención en algo y gritan que están vivas, que la música también es para ellas. Entonces Edward se dirige a un señor bajito y flaquito, lo ayuda a levantarse, se paran en el centro y le acerca a la boca el micrófono que tiene pegado a la camisa, Edward tocando la guitarra y el señor cantando desde lo más hondo de sus recuerdos con una mano agarrada al brazo de Edward, como aferrándose a la vida. Por momentos, casi todos cantan al tiempo, como si de repente hubieran recuperado el presente, y yo siento que aquel lugar está lleno de la magia y la nostalgia de haber vivido. Y también siento que me lleno de valor.

Así se resucitan y se rescatan almas que, por algún motivo, se han perdido o se han alejado. Solo hay que cantarles con fuerza para recordarles que están ahí. El sonido de todas esas voces cantando unidas se convirtió en un coro que borró todo lo demás, cualquier lejanía, cualquier diferencia, cualquier futuro. Era el sonido que recordaba esa esencia sencilla y bonita que nos hace iguales y que está por encima de las circunstancias. Me pareció que era el sonido de la vida.

La bolsa de bombones

Se paró más o menos a dos metros de la banca en la que yo estaba sentada y me miró tímidamente, sosteniendo una bolsa de bombones en la mano. No necesitó muchas palabras para hacerme entender que me pedía un poco de ayuda a cambio de un bombón, sin cruzar esa barrera invisible que lo mantenía a dos metros de mí. Se inclinaba, incluso, de la cintura para arriba, como acercándose sin dar un paso que infringiera esa distancia, pero trayendo hacia mí la parte superior de su cuerpo para asegurarse de que lo oía, para que supiera que me hablaba a mí.

Era un hombre con una bolsa de bombones en la calle. Bombones para la supervivencia. Yo había pensado que tal vez no era buena idea sacar allí la billetera y estaba algo encartada, pero el hombre, sus bombones y su muro imaginario vencieron aquella idiotez. Entonces lo miré a los ojos, metí la mano a la cartera y saqué unas monedas, esperando a que se acercara. Pero no se acercó. Me seguía mirando detrás del muro de aire que me empezaba a ahogar. Entonces alcé la mano para mostrarle las monedas y lo invité a venir con una sonrisa.

– Permiso –me dijo en voz baja, y cruzó la barrera con esfuerzo y mirando al suelo, con la incomodidad –o la vergüenza– de quien se ve obligado a pisar un mármol impecable con los zapatos llenos de pantano.

Atravesó esos dos metros que no eran nada y lo eran todo. Esos dos metros de mundo que nos pertenecían –o no– por igual. Me pidió permiso para cruzar ese pedazo de aire y pudimos intercambiar bombones por monedas y una mirada que nos recordó nuestra humanidad.

Que no solo Dios lo sepa

Imagínate que un día circunstancias ajenas a ti hagan la vida tan difícil, que tengas que mirar las paredes de tu casa, esos pedazos físicos que se juntan para darle forma a tu hogar y que ya están también de alguna manera pegados al corazón, y decirles adiós con cierto afán y sin estar preparado, no porque vayas a perseguir el sueño de transformación y crecimiento de ese hogar, sino porque el egoísmo ciego y la ambición de poder de algunos hombres han llegado al punto de golpear tan fuerte las vidas de muchos otros, que tendrás que abandonar tu rincón de mundo, ese que has construido con tanto esfuerzo y que te acoge cada noche junto a los que amas, y ahora te verás obligado a empacar una pequeña maleta para empezar a caminar una calle infinita en busca de algún otro rincón de mundo que tal vez te permita juntar nuevos pedazos.

Imagínate cruzar una frontera con esa maleta y con el corazón partido y tembloroso, conteniendo el llanto para no asustar a los que amas, que también llevan el corazón partido y están temblando, para no arrebatarles lo que les queda de esperanza, y pensando quizás en esos otros amados que se quedaron atrás por alguna razón y en el hogar que quedó vacío y que tal vez no se vuelva a ver.

 Imagínate, además de todo eso, llegar con hambre a un lugar en el que hablan distinto y en el que muchos te ven como un extranjero y te miran diferente. Imagínate empezar a levantarte en territorio extraño cada día, aún sin juntar pedazos que formen un rincón de mundo para vivir en paz y proteger a los que más amas, que se ven tan vulnerables, y tener que convertir cada uno de esos días en una lucha profunda para llevar algo al estómago y para encontrar alguna razón que permita reconstruir la esperanza.

Todo eso es impensable, hace que el corazón descargue un calambre que recorre todo el cuerpo. Yo no he podido parar de imaginarlo desde hace unos días cuando, de ida para el trabajo alcancé a leer desde el carro la primera parte del letrero que cargaba un hombre con arrugas profundas y la mirada perdida: “Soy venezolano. Por favor ayúdame. Solo Dios sabe lo que vivimos cada día…”

Y me recorrió ese calambre y me recorre ahora que vuelvo a pensarlo y lo escribo. No pudo decirlo mejor. Solo Dios sabe lo que viven cada día. Pero estamos obligados a imaginarlo para que ese dolor y ese calambre se conviertan en una solidaridad más palpable. Y para que ellos puedan sentir que no solo Dios lo sabe.

La comodidad de invisibilizar

Muchas de las personas que han leído El valle de nadie me han expresado el dolor que han sentido. A ellas, y a todos aquellos que quieran un mundo más humano, más sensible y más viable, les comparto estas acciones básicas que, permanentes y sumadas, pueden ser los primeros pasos de un cambio relevante y, en el día a día, constituir cambios enormes y llenos de valor:

Haz que el otro, el que se acerca a la ventana del carro en la calle, la persona que barre el sitio donde estás, quien te sirve un café, se dé cuenta de que lo miras a los ojos, de que le sonríes, de que sabes que está ahí y que es una persona igual a ti; que sepa que eres consciente de que simplemente se encuentran en ese momento en medio de sus propias circunstancias, de su suerte, de sus decisiones, de la vida, que también ha decidido gran parte por cada uno. Pero que sienta que sabes que vive, que siente, que tiene corazón, que no es invisible. Que una sonrisa tuya le inyecte vida o, al menos, un pequeño impulso.

Que una canilla abierta botando agua te duela por dentro, que el tiempo de ese derrame sea, relativamente, tan pesado como levantar cien kilos con una mano y tan largo como mantener la aguja de una vacuna dentro de la piel.

Que botar comida o pedir lo que no se va a consumir por indiferencia o por la pereza de no advertir que no traigan aquello que no se quiere, sea tan absurdo como como ordenar el plato que menos nos gusta de la carta, tan doloroso como ver a la persona que más queremos en un hospital, tan real como pensar que en ese momento alguien en el mundo esté muriendo de hambre, o que la persona que más quiere otra persona esté enferma de muerte por su malnutrición, o que un papá o una mamá se estén matando 16 horas al día trabajando por una miseria para poder llevarles pan a sus hijos, y que entonces tirar comida a la basura no pueda sino ser un acto de inhumanidad.

Que pedir pitillos o cubiertos o bolsas de plástico, o comprar botellitas de agua y todos esos actos facilistas y perezosos se conviertan en una imagen imborrable y permanente de una tortuga desesperada dentro de una red que no le permite nadar o de una ballena con el estómago lleno de nuestra basura plástica y asesina, que nos ahoguemos por segundos así como ellos cuando actuamos sin pensar en nada más y creyendo que lo más maravilloso del universo -la naturaleza- es infinito.

Que la ropa, los juguetes, los muebles, los implementos de cocina, los maletines, los accesorios, los zapatos, el más mínimo objeto que tengamos en nuestra casa (o en un cuarto útil) y que no usemos frecuentemente se conviertan en una piedrita filuda dentro del zapato que no nos permita dar un paso más con tranquilidad. Hay que regalar cada cosa que sobre -y todo lo que no se usa con frecuencia sobra y pesa en la carga de la existencia- y así cambiar un poco la vida de alguien más que verdaderamente lo usará y que, quizá, estaba luchando con todas sus fuerzas por conseguirlo, para vivir algo mejor, para sumarle un poco de dignidad y de tranquilidad a la lucha.

Que salvar una mariposita atrapada, un cucarrón o enseñarles a los niños -y a otros adultos- a no maltratar a ningún animal, a no pisar una lombriz ni aplastar un mosco porque sí, se convierta en una forma de probarnos a nosotros mismos que seguimos siendo humanos, que nuestra compasión y nuestro entendimiento de la vida van más allá de lo básico -aunque lo básico debería ser respetar, amar y proteger todas las formas de vida, no ser asesinos de ninguna especie, por más pequeña o irrelevante que nos parezca desde nuestra mirada humana, tan egoísta tantas veces.

Debemos ser más vulnerables ante la indiferencia, ante nuestro entorno y ante el dolor ajeno, así nos resulte lejano. Nos debe incomodar, se nos debe atravesar en la tranquilidad. Debemos cultivar la capacidad del dolor por lo que y los que nos rodean. Y ese cambio tiene que ser estructural para que todas esas actitudes sean naturales y pueda hacerse realidad aquello de construir un mundo mejor y más humano. Porque, y nunca había sido tan en serio, nos estamos destruyendo, de a pocos, a punta de invisibilizarlo todo para nuestra comodidad.

El vuelo de los pájaros

Deseando profundamente la muerte para reunirse con el amor de su vida, que era su razón para vivir, al Señor Ove (de la preciosa película sueca Un hombre llamado Ove) le diagnosticaron una enfermedad: tenía un corazón demasiado grande. Era una enfermedad en dos sentidos, entiende uno después de recorrer la vida de Ove de su mano.

Y puede ser un mal no diagnosticado –en uno de esos dos sentidos– para muchos en un mundo maravilloso que, infortunadamente, protagoniza el dolor. Me pregunto con demasiada frecuencia por qué aquellas personas que parecen no tener nada en la vida, cuya existencia es una lucha constante por sobrevivir más que por vivir, continúan luchando. Cuál es la razón de fondo, de dónde salen las fuerzas.

Si no se tiene un techo cuando se espera una tormenta, si no se tiene atención asegurada cuando enferman los que amamos, si el hambre no es solo un capricho o una hora corrida por alguna actividad atravesada, sino un vacío constante y acostumbrado que se roba la energía y la vida desde el centro del cuerpo y que los hace diferentes a los demás. De dónde sale esa firmeza para abrir los ojos cada día y ponerse de pie para salir a enfrentar ese desafío permanente a su existencia.

Pienso frecuentemente en ello y espero un día acercarme al tema más a fondo. Hoy lo toco pensando en que, aun teniendo más de lo básico, la lucha no es fácil. Y en que si se sufre de corazón grande, cuesta disfrutar de esas fortunas pensando en el vacío de los que no las tienen, porque ese vacío, en una nueva forma, se acerca a los grandes corazones y logra colarse un poquito.

La verdad es que a veces es inevitable preguntarse por el sentido y, cuando la vida se pone muy feliz, en el fondo es un poco la espera consciente y agridulce de un dolor futuro. Vivimos, en medio de tanto sinsentido, consolados por el amor y por la propia fortuna: siempre hay alguien que sufre más. Pero el dolor ajeno es también, de cierta forma, la conciencia de lo que podría ser, de lo que nunca será completamente ajeno porque le pasa al del lado y ese podría ser yo. Es el futuro posible y por eso es difícil vivir plenamente el hoy.

Pero hoy, hoy vuelan los pájaros al mirar por la ventana y hoy están naciendo nuevas flores de colores aquí y en otros lugares, y todavía sale el sol y desaparece entre las nubes, y corren los ríos y suenan las olas en el mar. Hoy podemos adentrarnos en páginas escritas por otros más grandes que ya han entendido que, tantas veces, lo complejo está de más.

Relata Proust en la primera parte de En busca del tiempo perdido cómo al crecer empezó a sentir la urgente necesidad de encontrar algo supremamente importante, algo filosófico, sobre lo que escribir. Así llegaron su frustración y su duda sobre si él realmente podría ser escritor, hasta que se dio cuenta de que solo tenía que observar el paisaje y describirlo desde el poder y la profundidad de su mirada.

Tal vez ese vuelo de los pájaros al asomarse a la ventana sea más que suficiente.

 

Campeones del mundo

Francia ganó el Mundial de Fútbol hace un par de días. Julio de 2018. Es la Francia de 2018 la que lo ganó, un equipo en el que 14 de 23 integrantes son de origen africano. Leía ayer en Twitter a alguien que criticaba a quienes hablaban de inmigrantes, argumentando que estos jugadores nacieron en Francia y que sus padres fueron los inmigrantes (¿reclamando el acta de nacimiento del triunfo?). Pues sí, ¿qué creerá que significa ser inmigrante? ¿Solo el hecho de haber salido del vientre de una madre al otro lado de una frontera? O, más bien, el de pertenecer a una familia que por distintos motivos, unos más dramáticos que otros, pero en general muy muy dramáticos cuando se trata de inmigrantes africanos, ha dejado ese lugar conocido en donde están sus raíces, su hogar, sus seres queridos, su lengua, su clima, sus paisajes cercanos, en donde puede decir: “yo soy de aquí y tengo los mismos derechos que todos los demás y no me ven como alguien que está por debajo o que no es bienvenido”.

Los hijos de inmigrantes son también inmigrantes en el alma y han vivido la lucha de ellos y de sus familias por adaptarse y encontrar ese rincón de mundo seguro del que tanto hablo yo porque me revuelve por dentro. Los hijos de inmigrantes han crecido con la carga de ayudar a sus familias a sentirse más tranquilas, de hacer algo por sacarlas adelante, de facilitarles la comunicación a través de idiomas aprendidos con mayor facilidad y de integrarlos a otras culturas que se sienten a veces infranqueables, sobre todo cuando se ha vivido buena parte de la vida en otro lado.

Estos hijos de inmigrantes son solo un ejemplo de la fuerza, la lucha, la disciplina, la pasión, la riqueza, la diversidad y la intensidad de los sueños cuando una persona se ve obligada a demostrarle a la sociedad que es digna de una vida normal. Es que eso hay que contárselo a un mundo capaz de generalizar al decir que los inmigrantes son violadores o ladrones o terroristas, y que llegan a quitar trabajos o a distorsionar culturas. Parece que toca ganar un mundial del fútbol para que se asome una mínima luz en algunos corazones.

La mayoría no lo sabe, pero no son solo deportistas soñadores y destacados los inmigrantes que llevan prosperidad a sus países de destino. También son, entre tantas otras cosas, un montón de sabores nuevos en restaurantes en donde se cocina con el corazón en la mano para viajar a decenas de naciones del mundo en donde se han quedado las familias y los recuerdos de lo que la guerra y la pobreza hicieron que dejara de ser. Distintos estudios han demostrado que los inmigrantes impactan positivamente las economías de los países a donde llegan. Es tanto más lo positivo que lo negativo… Lo que pasa es que la cultura y la política del miedo son poderosas y encuentran entrada fácil en mentes que permanecen a la defensiva.

Que no nos gobiernen el miedo ni la necesidad de encerrarnos con los que equivocadamente percibimos como “semejantes” para pensar que nada malo nos va a ocurrir. Que seamos conscientes de que la riqueza de la vida llega necesariamente de la mano de la diversidad, al abrir los ojos para mirar por la ventana en vez de quedarnos frente a la pared. Que recibamos con los brazos abiertos a quienes llegan llenos de recuerdos dolorosos, de miedo, con las manos vacías y el alma encogida, expectantes ante la aceptación o el rechazo, para demostrarles que sí, que somos humanos igual que ellos, que el mundo es de todos y que tienen una nueva oportunidad para vivir, para seguir soñando y, quizás, convertirse en campeones del mundo.

 

Seamos uno en un millón

Hace unos días compré varias botellas de vino con mi esposo en un supermercado. Como eran varias, cuando estábamos llegando al carro revisé la colilla de pago para asegurarme de que el cobro estuviera bien. En principio era para saber que no nos hubieran cobrado más de las que eran porque era fácil confundirse (y porque estamos acostumbrados a revisar que no haya trampas, con o sin malas intenciones).

Conté las botellas en la caja y después las conté en el tiquete. Sorprendentemente pasaba lo contrario: teníamos una más, una que no nos habían cobrado. Entonces le expliqué a mi esposo, le dije que me esperara y me bajé del carro con la botella. Entré al supermercado y la cajera me miró, como esperando a ver qué problema había tenido.

– Mira, no nos cobraron esta botella –le dije entregándosela.

– ¡Uy, muchas gracias, demasiado honesta! –me dijo después de un silencio, con los ojos muy abiertos.

Le sonreí, también sorprendida por su reacción, y le dije que con gusto. Di la vuelta para salir y cuando pasaba por el lado de la puerta me sentí observada. Miré hacia un lado y vi un grupito de empleadas del supermercado, entre las que estaba la cajera que me había atendido, todas hablando y mirándome.

– Nunca nadie nos había devuelto algo que no hubiera pagado –me dijo una cuando vio que yo me había dado cuenta de que estaban hablando de mí–. Usted es una en un millón –concluyó.

– Así tiene que ser –le dije con una sonrisa y me despedí.

Las vi no solo sorprendidas, sino pensativas, y pensé en lo bonito que es el ejemplo, en lo bonito que es hacer algo que de pronto para otro represente una esperanza, que de pronto le enseñe, que le susurre al oído en el futuro.

 

Batallas: Colombia y Senegal

Después de un día de sentir la energía que transmite una alegría compartida en grupo, anoche me acosté pensando que estaba contenta por ese triunfo de Colombia frente a Polonia que nos acercaba más a pasar a la segunda ronda del mundial. Una ilusión personal y una ilusión de país.

Pensé que me gustaría que, de este grupo, pasaran a la segunda fase Colombia y Senegal. Por lo general, en distintos temas, sobre todo en el deporte, les hago fuerza a los equipos de países que siento que la han tenido difícil, que han llegado hasta allí después de, tal vez, demasiadas luchas. Pienso en la forma que toma la unión de cada uno de esos jugadores que quién sabe de dónde vendrán y después de que batallas, para estar en ese momento preciso ante un reto o un sueño que pueden cambiarlo todo, y así el deporte adquiere para mí otro valor y el deseo del triunfo para dicho equipo se hace sincero.

En el caso de Colombia, es mi país y le sobra historia de dolor y de lucha. Una nación llena de complicaciones y alegrías, de violencias y compasiones ejemplares, de fracasos y triunfos, de desesperanzas y sueños enormes, de pasiones para mal y para bien. Y, por otro lado, esos morenos senegaleses que parecen largas y hermosas figuras de ébano representan para mí no solo a Senegal sino a esa África negra olvidada por el mundo en tantos sentidos. Cómo me gusta ver esas sonrisas blancas brillando sobre sueños y cómo quisiera verlas avanzar para darse cuenta de que sí tienen un lugar en esta tierra de afortunados y desdichados.

Entonces, en un primer instante, sin duda pensé que Polonia y Japón no tenían tanto que perder. Pero me detuve un momento en la historia de cada uno. Polonia: la pesadilla nazi metida de tantas formas en sus territorios y su población. Sin palabras. Japón: ¡Hiroshima y Nagasaki!

Qué fácil es creer que el otro la tiene fácil cuando no se mira bien. Todos, absolutamente todos, no importa la apariencia que haya hoy, llevamos alguna historia de dolor por dentro. Todos perseguimos sueños a partir de nuestras circunstancias y queremos celebrar la vida de alguna manera.

Qué bonito es ver equipos de soñadores uniendo al mundo en el deporte. Yo sigo queriendo que pasen a la segunda fase Colombia y Senegal, pero aprovecho este mensaje para que, aunque suene a frase de cajón, recordemos ser humanos, compasivos y amables siempre, y sonreír frente a los sueños de los demás, así se alejen de los nuestros, pues cada persona con la que nos cruzamos lleva por dentro algún tipo de batalla de la que a lo mejor no entendemos absolutamente nada.

 

Mi voto por Colombia

Al crecer, si somos personas humanas y si sentimos esa necesidad de ser mejores cada día y de no concentrarnos solo en nosotros mismos sino aprender a ser parte de una sociedad más diversa, armónica y positiva, entendemos que para funcionar en grupo, para relacionarnos constructiva y enriquecedoramente con los demás y para hacer parte de un desarrollo humano, necesitamos aprender a ponernos en los zapatos de los otros, de manera que no solo los comprendamos un poco mejor desde nuestras posibilidades y circunstancias, cultivando y fortaleciendo la solidaridad y la compasión, sino que seamos capaces de opinar y de tomar decisiones en contextos que no se refieren solamente a lo que nos toca de forma directa, sino a construir entre todos sociedades más libres, más diversas, más tolerantes y en las que la mayoría pueda edificar su vida lo más cercanamente posible a su felicidad, sin hacerles daño a los demás.

Nunca se nos olvide que nadie escoge sus circunstancias: ni cómo ni dónde nace, ni rodeado de quién ni con qué oportunidades. A partir de una lotería cada uno hace lo mejor que puede, así que hay que agradecer lo propio y ser solidarios con lo ajeno.

Por eso, cuando he analizado muchas veces mi posición sobre distintos temas que siento lejanos, he intentado poner sobre la mesa una hoja en blanco para dibujar la situación desde una base que no sea la mía, desde un escenario lo más libre posible de prejuicios y de circunstancias particulares, aunque pensado siempre desde mis valores, y entonces se me ha hecho más clara mi posición sobre cada tema:

Si yo estuviera muy muy enferma y sintiera que mi vida ya no era digna, y que estaría mejor terminándola voluntariamente en ese momento, ¿quisiera tener el derecho de tomar libremente esa decisión sobre MI vida? ¡Claro que sí! ¿Les estaría haciendo daño a otros? ¡Claro que no!

Si yo fuera homosexual y tuviera la fortuna de sentir la felicidad que trae a la vida el amor, ¿quisiera poder compartir MI vida con quien yo escogiera con absolutamente los mismos derechos que cualquier otra persona? Y si formara ese hogar lleno de amor, ¿quisiera tener derecho a recibir a un niño/a sin hogar para ofrecerle un espacio humano y amoroso en este mundo? ¡Pero claro! ¿Le estaría haciendo daño a alguien? ¡No! ¡Estaría simplemente compartiendo mi propia vida con quien mejor me sintiera y creando un hogar lleno de esperanza para alguien que no lo tenía!

Si por alguna razón quedara en embarazo bajo circunstancias negativas o sin desearlo con todo mi corazón, ¿querría tener la libertad de decidir sobre mi cuerpo y mi futuro con las condiciones legales y de seguridad necesarias en un proceso suficientemente doloroso? ¡Por supuesto! Las personas deben llegar al mundo a encontrar un espacio digno, constructivo, rodeado de amor y de oportunidades, y cada mujer debe ser libre de tomar las decisiones sobre su cuerpo y su vida.

Si fuera una niña o un joven creciendo en un barrio difícil o con recursos escasos, quisiera con todas mis fuerzas tener la oportunidad de estudiar para aprender no solo conocimientos útiles a nivel académico y después profesional, sino también valores y formas de analizar la vida y las decisiones para aumentar exponencialmente las posibilidades de tomar un camino sano y positivo y de construir una buena vida para mi familia.

Y, lo mismo, si fuera un papá o una mamá en una familia afortunada, quisiera que mis hijos recibieran una educación en donde la libertad y la comprensión humana y respetuosa de la vida fueran la esencia, para que todos entendiéramos que a nadie le falta espacio en la sociedad, que cada puesto tiene el mismo valor, y que desde la diferencia podemos construir un conjunto mucho más rico.

Y así tantas otras cosas, pero una fundamental que desearía desde cualquier rol que la vida me hubiera dado sería la de no perder un solo minuto para tomar decisiones y trabajar por una sociedad en paz. Así costara y tomara tiempo, así ni el camino ni la meta fueran perfectos. La vida no tiene mucho sentido si toca vivirla en medio de la guerra y la violencia. A quien le enseñan a reaccionar con violencia y con venganza, ese será su camino hasta para los más pequeños detalles por el resto de su vida. Así que una gran base para todo es la paz. Y para la paz se necesita educación. Y para que haya medios para educar y para vivir mejor se necesita cuidar los recursos públicos, es decir, reducir al mínimo la corrupción. Pero para que no haya corrupción hay que educar a la gente. Y es más posible que la gente viva en paz cuando se le dan oportunidades para vivir mejor… Y cuando se cuidan los recursos y se construye una vida mejor y se crean oportunidades y se educa la gente, pues hay muchas más personas con buenas ideas y formación para crear empresas sanas e innovadoras y para darles trabajo a otros…

En fin, es algo de nunca acabar pero hay puntos clave sin los que la cosa no funciona. Al fin y al cabo lo que cualquier ser humano busca por encima de todo es alcanzar una vida buena y tranquila, pero MÍNIMO, digna. Siempre la vida humana debe ser digna.

Así, mirando hacia el fondo para decidir el tipo de país que quiero, sé que hay dos candidatos que llenan, lejos de la perfección como cualquier ser humano, ese perfil. Se llaman Sergio Fajardo y Humberto de la Calle. Cómo hubiera sido de feliz de verlos en un mismo equipo, sumando esa cantidad de características, conocimientos e ideas para construir una mejor Colombia. Le estaré siempre agradecida a Humberto de la Calle por todo lo que ha hecho por el país, y lo admiro profundamente por ser la persona que es. Mi voto será por Sergio Fajardo y espero que, si llega a ser presidente, Humberto de la Calle haga parte de su equipo.

Yo voto por un país que no se alimente de odio ni de miedo y que no viva en los extremos. Yo voto por un país humano, educado y libre. Por un país que mire hacia delante y no se mantenga de espaldas destruyendo lo construido desde su rencor y desde el temor que le causa que la sociedad deje de decidir a partir del miedo. Yo voto por un país en donde sus líderes sean incapaces de poner a unos ciudadanos en contra de otros, en donde sus líderes piensen en Colombia a futuro, a costa de su popularidad presente, en vez de pensar en su propio poder.

¡Eduquemos a Colombia en un escenario de paz y nos sorprenderemos con quiénes podemos ser!

 

Encontrar las ovejas

Seamos siempre cálidos con quienes están lejos de casa. Entendámoslos con un poco más de tolerancia y flexibilidad, ofrezcámosles una sonrisa más fácil de lo que acostumbramos con cualquiera, pues no conocemos sus circunstancias, pero sí compartimos con ellos la humanidad y la capacidad universal de sentir soledad, vacío, melancolía y desesperanza cuando estamos lejos de lo que más conocemos, de los que amamos, de nuestras raíces.

Veía un video de inmigrantes de distintos países como Somalia, Nigeria, Kuwait, que escaparon de la guerra y la violencia, llegaron al Reino Unido con la ayuda de un programa para refugiados y están a la espera de la aprobación de su solicitud de asilo. Son pastores (lo eran en sus lugares de origen) y mientras esperan ese permiso para la esperanza de rehacer sus vidas en un lugar extraño, ayudan a cuidar rebaños de ovejas en este país de acogida.

Entonces, mientras lo hacen, mientras se reconfortan al sentir que al menos hay una oveja en común entre este país y el suyo, cantan en árabe o en sus idiomas nativos, abrazan y besan a los animales, cierran los ojos y viajan por unos instantes a esos campos que llevan por dentro, y sienten el calor de lo conocido, del hogar, de la familia. Y, a pesar de todo, son capaces de decir en voz alta que en ese momento se sienten felices.

Hay personas lejos de sus hogares por todas partes. Los han abandonado por distintas circunstancias, pero están lejos. En Europa vemos refugiados intentando sacar adelante negocios de comida, algo que pueden aportar desde lo que saben y conocen, y que los mantiene conectados con el sabor de su tierra. Ahora mismo, en Colombia vemos montones de venezolanos luchándosela cada día para volver a empezar.

No debe ser nada fácil. Ojalá podamos ayudarle a alguno a encontrar a “sus ovejas” en la nueva casa. Y si no, una sonrisa y un “bienvenido” ayudan.

 

** Aquí pueden ver el video: https://www.instagram.com/p/BiHtYCfn54y/

 

El Valle de Nadie en CNN en Español

Entrevista con Pablo Jacobsen para su podcast Máximo Desempeño, de Revista Semana

Autora

Soy Catalina Franco Restrepo, periodista, viajera y lectora incansable. Aprendiz de escritora. Soy colombiana y vivo en Colombia, pero he viajado por 47 países y vivido en Estados Unidos, Canadá y España. Tengo un máster en Relaciones Internacionales y Comunicación de la Universidad Complutense de Madrid porque soy adicta a entender cómo funciona este mundo maravilloso, complejo y tantas veces tan doloroso. Después de hacer una práctica en CNN en Atlanta, he trabajado en medios de comunicación como La W, en editoriales como el Taller de Edición y en distintas empresas como asesora de comunicaciones y relaciones públicas. He hecho traducciones y escrito para distintos medios nacionales e internacionales (actualmente soy columnista de la revista Cronopio). En resumen, a partir de mis lecturas y mis viajes intento comprender el mundo, siento más cerca su dolor y su magia, e intento escribir para compartir un poco de todo eso.

En 2018 publiqué mi primera novela: El valle de nadie (disponible en Amazon).

En cuanto a este blog, hay espacio para mis textos sobre lo que me conmueve, para opiniones sobre el mundo y también para compartir la riqueza del planeta a través de relatos e imágenes de viaje.

Entrevista El Tiempo Televisión sobre El Valle de Nadie

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