Más allá de lo que conocemos como Colombia, de las personas, paisajes, costumbres y necesidades que identificamos como colombianos, hay un pequeño universo –a la vez inmenso– que también hace parte del país y del que oímos hablar, pero que se nos queda en noticia, nos suena a extranjero, no nos duele lo suficiente, solo hasta que lo tenemos al frente.
Allá, en el norte del país, después de llegar a esa Riohacha de ambiente vallenatero y mochilas Wayúu que colorean el malecón, empezó la aventura en camionetas que probablemente llegaron de Venezuela a precios irrisorios, para adentrarnos en una Colombia extrema que pocos se imaginan.
Hicimos una parada en Manaure para ver por primera vez un mar rosado: las piscinas de agua salada en proceso de evaporación para extraer la sal. Allí, embobados con el espectáculo de la naturaleza, se nos acercaron tres niños. Una de ellas era Julieth, una chiquita sin camisa de unos cuatro años que miró la silla del carro, agarró sin preguntar una botella de plástico con dos tragos de agua que quedaban y se la metió a la boca como si fuera a salvarle la vida.
– Está seca –nos dijo Álex, nuestro guía.
Después, mientras tomábamos fotos, volvieron los niños a pedirnos alguna moneda. Los otros dos le insistían a mi acompañante, pero Julieth, en silencio, se me acercó y me abrazó fuerte por la cintura. Me asusté y sentí una necesidad de protegerla que no puedo explicar. La abracé y empecé a acariciarle el pelo, entonces ella apretó con más fuerza y recostó la cabecita en mi estómago. Para ella eran tal vez unos minutos de tranquilidad, de olvidarlo todo. Para mí, un instante como un golpe que nunca borraré.
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